jueves, 17 de noviembre de 2011

Con el corazón mirando al sur.

         Puedo decir con mucha dicha y orgullo que mi vida, desde los nueve meses hasta mis actuales diecinueve años, ha estado atravesada por una serie de viajes inolvidables. Siempre me sentí una persona afortunada por pertenecer a una familia que le dio tanta prioridad al hecho de compartir momentos en diversos lugares maravillosos del mundo. Nos recuerdo bromeando al respecto, diciendo que por una cuestión de edad yo era la que mayor kilometraje llevaba a cuestas y que por lo tanto eso me convertía en una persona muy “viajada”, como suele decirse. Es por ello que quizás el viajar tenga tal importancia para mí, ya que es una práctica, una costumbre en mi vida que no hace más que remitirme a los mejores recuerdos que atesoro en mi memoria.
Espero no caer en un cliché insulso y fastidioso al decir que en mi opinión, el viaje es una de las instancias más gratificantes y renovadoras que el ser humano puede experimentar. Se trata de un momento en el cual uno logra poner sus pensamientos, conflictos y demás asuntos en perspectiva y descubrir cómo es vivir adecuado a otros hábitos y otros entornos. Allí la persona se somete al cambio y a la búsqueda de nuevas experiencias que lo formarán como individuo y lo ayudarán a replantearse temas muy profundos y personales. Al menos es así como yo lo veo, entiendo que para otros puede simplemente resultar un momento de esparcimiento y diversión para desconectarse y olvidar las responsabilidades.

          Quizás ya entrando en un terreno más filosófico, debo decir que un pensamiento que siempre me acompañó fue el de creer que una de las mejores formas de sobrellevar la angustia que nos produce el misterio de la existencia, es viajando. Porque al viajar se conoce y de qué mejor manera que conociendo se pueden explorar las maravillas de la vida humana. Nuestra meta debería ser la de tratar de conocer lo más posible nuestro precioso universo; interesarnos por todo aquello que nos precede y también todo aquello con lo que convivimos sin siquiera tener noción. No sabemos por qué razón vinimos al mundo pero una buena manera de intentar de acercarnos al menos un poco a la verdad, es la de ir descifrando las pistas del gran enigma a través de un conocimiento cada vez mayor.

          Siento una profunda admiración por culturas extranjeras, principalmente la francesa. Recuerdo mi viaje a la ciudad de París a los quince años como unos de los días más mágicos de toda mi vida. Sin embargo creo con total seguridad que no sería capaz de vivir en otro lugar que no fuera mi país, la Argentina. Es importante poder apreciar lo grandioso de otras comunidades dispersas por el mundo sin necesidad de menospreciar a la nuestra, aquella en la que hemos sido criados y gracias a la cual somos quienes somos. Por eso, es que no hay nada de malo en admirar y tomar como parámetro otras culturas foráneas -si se me permite utilizar la palabra “cultura” dentro de la concepción de “distintos estilos de vida”; soy consciente de que es un término de una amplia significación y reducirla a una sentencia tal sería caer en un reduccionismo-. Hay una presunción negativa respecto de aquellos que “se enamoran” de ciertos países y sus respectivas producciones intelectuales; se los cataloga de “cosmopolitas” sazonando a dicha palabra con una connotación peyorativa que no posee. El mismo Borges tenía su opinión al respecto: “
Ser cosmopolita no significa ser indiferente a un país y ser sensible a otros. Significa la generosa ambición de ser sensible a todos los países y todas las épocas, el deseo de eternidad, el deseo de haber sido muchos”.
No estoy aquí dejando traslucir una contradicción, creo que viajar es una actividad sanadora y necesaria pero siempre sabiendo que hay un hogar al cual regresar, un sitio en el cual nos sintamos parte: nuestra casa. El desarraigo como mal adquirido a raíz de llevar a cabo una vida nómade, es uno de los principales factores por los cuales no llevaría a cabo un estilo de vida tan incierto. Conozco personas que viven muy felices de esta manera, moviéndose por todo el mundo, modificando su destino a cada paso. Yo puedo asegurar que eso no es para mí. Siento una pertenencia muy fuerte a mi país y a sus costumbres. Aquella picardía tantas veces criticada del argentino es sin duda una de las características que más valoro. La simpatía, el histrionismo son virtudes para mí. Recuerdo que en un viaje a España, junto a mi familia, estábamos cenando en un bar de tapas cuando de repente se nos acercó un joven con su novia y nos preguntó si éramos argentinos. Su deseo por compartir el tiempo con nosotros era conmovedor. Nos comentaba lo feliz que estaba allí, en Sevilla, que se sentía muy a gusto, pero que de todas formas extrañaba la calidez de los amigos, la fortaleza de los vínculos de su país natal. Nos dimos cuenta que podíamos pasar horas charlando ya que el interés era mutuo y nos unía un gran afecto por nuestra tierra que tan lejos se encontraba en ese momento. Al ver a este chico sentí una gran alegría de ser argentina y de saber que iba a poder regresar para compartir con todos mis seres queridos aquellas cosas tan hermosas que había conocido en Europa.
Lo lindo de viajar también radica en ese ejercicio tan humano y necesario que es el de valorar lo propio cuando estamos lejos. Por más que estemos rodeados de estímulos, ciudades hermosas que nos obnubilan a cada instante, afirmo que no hay como la propia casa donde uno se siente realmente cómodo y a gusto; con la gente que nos quiere y nos conoce. Cuando uno viaja también extraña y se ve a sí mismo en otros escenarios nunca antes imaginados.
Hay algo evidentemente muy argentino en este sentimiento de arraigo y la nostalgia que genera el partir. Yo siento poder combinar ambas sensaciones cuando viajo: la felicidad ante lo nuevo, y a la vez, la añoranza de lo que fue dejado atrás. Es un sentimiento que me acompaña dondequiera que voy pero que no me priva del disfrute, por el contrario, me hace ubicar las cosas en su justo y preciso lugar. No creo poder olvidarme nunca de quién soy ni de dónde vengo cada vez que emprendo un destino nuevo, ya que, como dice el tango, tengo el corazón mirando al sur.
  

jueves, 29 de septiembre de 2011

Con mis propias palabras* (carta de lector)


Quizás por considerar a García Márquez uno de los escritores más talentosos y entrañables de nuestros tiempos, es que no me resulta agradable leer críticas hacia su persona ni a su desempeño como profesional. Es que no es tarea fácil lograr despegar de las propias subjetividades a la hora de enfrentarnos a un texto, y menos aún, si se se trata de un artículo periodístico. Tal es así, que no  veo con ojos benévolos lo expuesto por Lourdes Penella en la publicación virtual “Eskrivir komo se abla?”.
Sin intención alguna de quitarle el merecido prestigio que esta reconocida Maestra en Letras de la Literatura Hispánica merece, creo que su observación respecto de lo expuesto por Gabriel García Márquez en el primer Congreso Internacional de la Lengua Española, celebrado en Zacatecas hace cinco años, carece de autonomía. Si bien la utilización de citas de autor es un recurso muy valorado, es notable cómo se vale de él para esconder parcialmente su postura; lo que sería en una jerga más coloquial: para no quedar del todo “pegada”.  Queda realmente muy claro que considera lo dicho por el premio Nobel colombiano una aberración, pero esta apreciación puede hacerse a través de las menciones a terceros que realiza a lo largo de todo su texto, y no gracias a sus más profundas cavilaciones.
Disiento particularmente con aquella primera alusión al presidente del Instituto Cervantes, Santiago de Mora, en la cual ratifica lo curioso que le resultó a este mismo cómo García Márquez hizo su crítica a la gramática con un discurso gramaticalmente perfecto. Con este argumento, Penella no intenta más que exponer al escritor colombiano, descalificándolo y acusándolo de profesar ideas que no lleva a la práctica. Por mi parte, no considero que sea válido remitir a esta idea, ya que es totalmente coherente que García Márquez realice su crítica a la ortografía en estos términos de perfección gramatical. Para lograr una buena respuesta del auditorio, es necesario hablar de una forma atractiva que logre captarlo de un primer arranque y que no exista la posibilidad de un rechazo prematuro. ¿Cómo hubieran tomado los honorables miembros del Congreso las palabras del premio Nobel  de haber estado estas, escritas “incorrectamente”? Probablemente lo habrían considerado una tomada de pelo y no se habrían siquiera molestado en considerar el asunto como un planteo realmente en serio y fundado.
Al criticar el reiterado uso de citas de autor que realiza Penella no estoy de ninguna manera penalizando dicho recurso; pero considero que en este caso puntual la escritora no ha logrado escoger un argumento sólido que logre opacar la gran elocuencia con la cual García Márquez se inmiscuyó en un tema tan controversial y salió tan elegantemente.
Así pues, no es casual que esta carta de lectores carezca absolutamente de alusiones a galardonados eruditos o a famosos literatos. Opté por decirlo con mis propias palabras.



*esta es una carta de lector realizada a raíz de la lectura de un artículo publicado en la revista electrónica lstmoenlinea.com.mx por Lourdes Penella, acerca de un debate generado por lo expuesto por Gabriel García Márquez en el primer Congreso Internacional de la Lengua Española celebrado en Zacatecas.



jueves, 8 de septiembre de 2011

Las mujeres los prefieren sensibles



Junto a la tumba de Eva:
Adán.- “Dondequiera que ella estaba, estaba el paraíso.”   
“El diario de Adán y Eva” – Mark Twain.     


          “¡Sos un pollerudo!”, “¡No seas maricón!”, “Llorás como una nenita”. Estas, y otras múltiples frases, son escuchadas a menudo entre los miembros del género masculino cuando alguno de ellos manifiesta de determinada manera sus sentimientos. En una sociedad donde predomina el criterio omnipotente y machista – que por más conquistas que se hayan realizado respecto de este tema, es algo que sigue vigente-, podría decirse que está “mal visto” que un hombre demuestre que está hecho de carne y siente al igual que cualquier mujer. Prescindiendo de las nobles excepciones que siempre existen a la regla general, la mayoría de los hombres tiende a ocultar su lado sensible al encontrarse entre pares. Esto se debe preponderantemente al temor de ser burlados y menoscabados al cuestionársele su virilidad.
           Desde ya, esta concepción de la masculinidad es totalmente absurda y no es más que una mera convención que el ser humano ha construido arbitrariamente. Y no peca simplemente de absurda, sino que también les resulta contraproducente a los hombres a la hora de la conquista. Si bien existen mujeres a las cuales les gusta relacionarse con personajes de carácter tosco y distante, creo hablar en nombre de una gran mayoría al decir que en el momento de buscar  una pareja, preferimos que se trate de un individuo que sepa contenernos y que no tenga inconvenientes en brindarnos su afecto.
             Retomando la idea de que vivimos en una sociedad que se caracteriza por el machismo y la omnipotencia por parte de los varones, creo que allí mismo es donde se encuentra la raíz de esta cuestión. De acuerdo a esta lógica, el espécimen masculino juega el rol del proveedor principal en una familia. Y no me refiero sólo a cuestiones de índole económica; es también el garante de la estabilidad y el bienestar de su grupo de socialización primario. Es por eso que éste no puede dejar traslucir flaquezas ni debilidades; raramente se involucra emocionalmente con los problemas familiares ya que este es más bien el papel de la madre, quien suele ser ubicada en un rango jerárquico de menor poderío, y por lo tanto, le competen aquellos asuntos que requieran reflexiones de índoles mayormente emotivas. Por supuesto, aclaro, que no estoy queriendo emitir un dictamen; soy consciente de que hay numerosos casos en los que la figura paterna no es considerada de esta manera. Sin embargo, me refiero al mandato implícito que corre por estos tiempos (y antaño, aún más).
                Por más represión que ejerza, el hombre, en tanto ser humano, no puede eludir las emociones. La emotividad en sus manifestaciones más puras, como lo es por ejemplo el llanto, es una cualidad que presupone sanidad y nos gratifica. Es, hasta me atrevo a decir, vital que los mortales sepamos canalizar las angustias sin trabas inhibitorias o, en caso de emociones felices, expresemos nuestra dicha y apego sin ningún tipo de tapujo. Querer relegar de nuestra capacidad emotiva es casi tan difícil como intentar encontrarle una explicación racional a por qué reímos, por qué lloramos, por qué amamos (y a quiénes); en fin: por qué sentimos.

miércoles, 15 de junio de 2011

Cuando vi a Pedro, escribí.

                


                            Es sábado, y es junio. Está fresco pero no es de esas noches crueles que caracterizan a este mes que tan poco me agrada; se tolera. Acompañada de dos amigos de toda la vida, llego al Teatro Coliseo con un objetivo que en breve se concretará: ver a Pedro Aznar cantar. Creo que no había venido nunca a este teatro, o sí… pero hace mucho tiempo a ver una obra de teatro infantil de Mariana Fabbiani (un tanto bizarro, según recuerdo).
 En fin, me sorprende que el lugar esté un poco venido abajo, no le vendrían nada mal algunas refacciones, (habrá que ver también si el gobierno de la ciudad les aporta presupuesto). De todos modos, hay un ambiente agradable. Estamos rodeados de gente que tiene ganas de escuchar buena música y eso está bárbaro.
                       Son las nueva y media de la noche y sube el telón. Para mi sorpresa, Pedro se encuentra completamente solo: no hay banda que lo acompañe, ni una persona con la cual repartirse los aplausos. Nadie. Hay un juego incesante de luces rosas y violetas durante la primera canción. Se mueven a distintas velocidades, a mi criterio, para no darnos a los espectadores la sensación de que él está ahí, tan solito y a la buena de Dios. Pienso que su voz es increíble. Si tuviera que adjetivarla, diría que es nítida; limpia. También, joven. No pareciese que tuviera 51 años. De hecho, su look también habla de esa juventud: musculosa negra al mejor estilo Kevin Johansen que nos hace saber que estuvo yendo al gimnasio. Al ponerme muy observadora, me doy cuenta que el contorno de su sombra se vislumbra agigantado en ambos costados, izquierdo y derecho, de las paredes del teatro. Es increíble como ya pasaron  cinco canciones y ni me di cuenta.
                          Primera interacción que hace con el público. Nos dice que este teatro es muy importante para él ya que fue donde tocó por primera vez con el grupo “Alas” a los 16 años. Rememora. Acto seguido, nos cuenta qué va a tocar y cuando pronuncia “Luis Alberto Spinetta” la gente lo ovaciona como loca. Luego de esto, nos regala “Credulidad”. Muy lindo tema. Se va poniendo cada vez mejor: ahora le hace un tributo a Atahualpa Yupanqui y toca tres de sus poesías musicalizadas: “Yo tengo tantos hermanos”, “Romance de la luna llena” y “Soledad”. Es hermoso, pocas voces me gustan tanto para el folklore. Hasta ahora, es uno de los mejores momentos del show. La prosa de “don Ata” me hace ineludiblemente viajar hacia el interior del país. Recuerdos de viajes en familia: el campo, la puna, las sierras.
                              Estamos llegando al final y creo que hablo por todos cuando digo que no quiero que termine. Toca una última canción y se despide muy emocionado. Se prenden las luces y todos de pie aclamamos que vuelva; los interminables “bises” que nos caracterizamos por pedir los argentinos. Pareciera que las autoridades del teatro no se lo permiten, porque es el mismo Aznar quien se inmiscuye entre los pliegos del telón con su guitarra (y sin micrófono) para regalarnos una última canción. Y digo regalarnos en el sentido más literal de la palabra; fue un verdadero regalo: “Love” de John Lennon (en un volumen muy bajito debido a la precaria acústica). Los afortunados de la primera fila se le acercan hasta casi rodearlo, como si fuera un amigo que toca en un fogón. Es un momento único: todo el teatro está en silencio para no perderse nada de lo que está pasando allá abajo, o a unos metros, dependiendo de la ubicación. Los que están a mi derecha le piden a gritos “Tu amor”, de Charly. Pedro hace oídos sordos y sigue con el tema de Lennon hasta terminar y dejarnos a todos sumamente satisfechos y sensibilizados. Pienso en la sencillez y la humildad que lo caracterizan ¡y encima es un genio! No quiero que deje escenario, pero indefectiblemente sucede. Se levanta, nos tira un besito con suma timidez y lanza al aire la dichosa púa con la que tocó esa última e inolvidable canción. Salgo contenta, muy contenta, y pienso que lo voy a volver ir a ver pronto para repetir esa alegría tan propia de la música, esa caricia al alma. 

lunes, 13 de junio de 2011

La pregunta maldita



No creo estar cayendo en una generalización abstracta y falta de realismo cuando digo que todos (o por lo menos a los que nos interesa "esto de las letras") nos hicimos la famosa pregunta: ¿Y por qué escribo?, o mejor dicho: ¿Para qué? Numerosos talleres literarios, conferencias, seminarios y presentaciones para todos los gustos han dado comienzo a sus exposiciones con esta no tan simple pregunta. ¿Por qué será que nos interesa tanto saber la finalidad de nuestras acciones, las motivaciones y la utilidad que rige nuestro día a día? En mi humilde opinión, simplemente basada en los años que llevo en este mundo, creo que todo esto forma parte de la ansiedad generalizada que nos caracteriza a los seres humanos. No pretendo hacer una suerte "psicoanálisis de blog", lejos estoy de tener los elementos que diagnostiquen la suma de factores comunes en el comportamiento humano; pero creo que de vez en cuando es necesario dejar que el curso del río fluya y no ponernos tantas trabas e impedimentos.
Por lo menos en mi caso, la respuesta a la pregunta de por qué escribo es muy simple: porque me gusta y me hace bien. Pero muchas veces, el detenimiento a reflexionar la razón de por qué lo hago me limita y es allí donde aparecen las trabas e impedimentos recientemente mencionadas. Escribo pero indefectiblemente pienso en lo que el otro va a opinar cuando lo lea, y así, la tarea que era meramente mi fuente de descarga, está supeditada al juicio de algún tercero. Esto no debería importarme, pero lo hace. Entonces estamos ante un problema: disfruto de hacer algo pero cuando llega a las manos de otro (que puede gustarle o no) esa gratificación que la escritura me regaló, se convierte en ansiedad e incertidumbre; vergüenza y estúpida timidez. Por ello, a lo largo de mi vida, descubrí que la única forma de solucionar los problemas es enfrentándolos. Probablemente esta última frase suene a un terrible cliché, pero es de esos clichés buenos, que te sirven para la vida diaria y que realmente tienen la posta. Enfrentarse y no esconderse; bancarse la que venga por más que sea mala, regular o buenísima.(Ojo, no voy a ser tan hipócrita de decir que soy quien enfrenta TODOS los problemas en su vida. Este, es un problema chiquito y por ende, me animo a enfrentarlo).
Todo esto está indudablemente ligado a la inconstancia emocional; algún día estás inspirado y te gusta lo que escribís y hay otros en que no se te cae una sola idea y sentís que no servís para nada. Así soy yo: un día me quiero y al otro me odio. Es por esto mismo, que me obligo a crear un blog al que denominé "La Blogo- Thérapie" por razones más que evidentes -no sólo por mi profunda obsesión con la cultura francesa-; sino porque, como explicité antes, a mí, escribir me sana. Independientemente de cuántas personas lo visiten, y de mi habilidad para promocionarlo, ya que no estoy muy familiarizada con el manejo de estas páginas, aquí se podrán ver volcados: pensamientos (buenos), narraciones (desde cuentitos, haikus, poesías, escenas de la trivialidad) y demás.
Espero no pecar de inconstante, que es una forma refinada de llamarme vaga, y darle curso a la imaginación que es, después de la realidad, lo más lindo que tenemos.