martes, 31 de diciembre de 2013

Cerrado por vacaciones.

Voy a ser completamente sincera: tenía planeado dedicarle mucho tiempo a la última entrada del año. Quería detenerme a pensar en todas las cosas que pasaron y, de esta forma, revivir momentos. Pero dado que sufrí aproximadamente diez cortes de luz en las últimas dos semanas, perdí toda voluntad moral. Así que me voy a despedir del 2013 por la puerta chica, sin grandes cavilaciones.

Sólo quiero decir que este fue un año importante para mí, muy lindo y de mucho aprendizaje.Y ya que estoy acá, voy a decir que también lo fue para La Blogo Thérapie. Si se fijan, este espacio que tan gratuita y amablemente me gestiona Don Google, nació en 2011 y ha sido actualizado a duras penas durante el transcurso de aquel año. Luego, en 2012, profundicé en vagancia y prácticamente no escribí nada (salvo una mísera entrada en el mes de junio). Dos mil trece me agarró desprevenida. Con ganas de escribir, y más precisamente, con ganas de publicar. Con la intención de que me lean y me compartan qué les generó mi escritura: si les gustó, si les pareció aburrido, en fin.

He tenido muy gratas devoluciones de todo lo que escribí acá. Tanto de amigos como de algunos desconocidos que se filtraron por la web y me hicieron comentarios muy enriquecedores. Quiero agradecerles a todos los que pasan a menudo por esta página, y a los que lo hacen cada mil años pero que se toman la molestia al fin de leer todas las pavadas que me dispongo a desplegar en estas plantillas virtuales. 

Les deseo unas muy felices vacaciones a todos. Que puedan disfrutar de corazón. Muchas veces me enojo conmigo misma por no dejar de lado las preocupaciones cuando estoy de viaje. Por "auto-boicotearme" los momentos felices. De cara a este nuevo año, tengo muchas ganas de dejar de hacer eso y permitirme disfrutar en tiempo y forma. Como dice una de mis más grandes referentes: "poder gozar del presente es un don precioso, comparable a un estado de gracia".

Así que eso es todo. Les agradezco nuevamente por darme bola cuando escribo y por decirme que lo hago bien (aunque yo siempre reniegue y sostenga que lo dicen por compromiso). Sus palabras me alientan y me incentivan a hacerlo cada día mejor.

Desde ya, mi blog y yo les desemos feliz año nuevo.
Muchas gracias.

domingo, 22 de diciembre de 2013

Mil instantes en una noche


Ayer a la noche presencié uno de los mejores espectáculos musicales de toda mi vida. Suena exagerado, extremista y fanático (tres adjetivos que me calzan muy bien), pero no, esta vez creo estar realmente segura de que lo que hizo Pedro Aznar anoche en el Gran Rex, fue algo grandioso e histórico. Estremecedor. Digno de ser contado. No es la primera vez que voy a un concierto suyo, como bien dije antes, soy fan y me encanta ir a ver música (aunque lo hago desde una vergonzante ignorancia por no saber tocar más que la guitarra y hasta es excesivo decir que sé tocar). Considero que el mejor plan que uno puede armar un fin de semana consiste en ir a ver una banda o músico solista; sean artistas reconocidos, extremadamente talentosos como en este caso, o unos ignotos totales, ir a un recital es, según mi criterio, lo mejor que podés hacer con tu tiempo libre.

En el marco del cierre de su gira "Mil noches y un instante", precisamente en la noche más corta del año, durante el solsticio de diciembre, Pedro decidió regalarnos a sus espectadores un show por demás completo que constó de 29 canciones. Creo que todo intento de reproducir lo que fue, será infructífero y para nada fiel a la experiencia real. Me esforzaré,aunque dudo lograr describir con palabras la calidad artística del acontecimiento. Pero antes de exponer los detalles del show, quisiera contarles de qué manera me vinculo yo con este artista; algo muy personal sin pretensiones literarias:

La primera vez que oí hablar de Pedro Aznar, fue en la primaria. Nuestra profesora de música, Clarita Musante, nos estaba preparando para el acto del 17 de agosto en honor al Gral. San Martín, y debíamos aprendernos su himno para cantarlo ante todo el salón. Retengo estos datos porque afortunadamente gozo de una memoria muy detallada (no quisiera asustarlos con mi obsesiva precisión, pero recuerdo hasta la ubicación espacial en la que yo me encontraba en ese aula de música -sobre unos tablones de madera, a la derecha-, mientras la profesora nos presentaba la canción patria versionada por Aznar).
Los años pasaron, yo fui construyendo mi personalidad, y con ella, mis preferencias artísticas. Transcurrió un tiempo largo hasta que me reencontré con Pedro, ya desde una mirada un poco más adulta y madura que podía apenas aproximarse a juzgar su obra como maravillosa. Y fue en ese primer año de facultad, más precisamente, durante el verano previo, que me la pasé escuchando sus discos y lo empecé a sentir mío. A partir de entonces, siempre me acompañó y fue un refugio -muchas veces, dolorosísimo-, cuando el mundo me decepcionaba. Decir que la música es buena en tanto te produzca fuertes sensaciones, suena a un lugar común galopante, pero es algo absolutamente cierto. Y ahí mismo es en donde radica la excepcionalidad de Pedro: su música te hace sentir (mucho). Es difícil a veces diferenciar los sentimientos de los pensamientos, y también distinguir a éstos dos de lo que son las sensaciones. Sin embargo, creo que la experiencia de ver a Aznar en vivo, (y especialmente la de anoche) es una verdadera revolución para los sentidos en la cual uno no se pregunta mucho lo que está pasando, sino que se deja llevar por lo placentero del instante.
Este trajín de sensaciones que me genera su música, muchas veces me ha llevado a rechazarlo (de hecho, no estaba segura de querer asistir al Gran Rex la noche del sábado, temía que el show "me pegara mal", como se dice ahora, y me asaltara una fuerte melancolía o angustia). Afortunadamente, la vida es impredecible y nada de esto me ocurrió durante el concierto, por el contrario, quedé estupefacta y feliz (por cierto, una muy linda combinación).
En su inventario de canciones, Pedro tiene un activo realmente deslumbrante. Pero lo más grandioso es que no es una artista que se duerme en los laureles y exprime toda una vida sus glorias pasadas, en su último disco, "Ahora", tiene obras que han logrado resignificar la idea que tenía sobre él haciendo más fuerte ese vínculo que antes mencioné y logrando que lo quiera cada vez más. Y es que cómo no voy a querer a un tipo que escribe: "si pudieras darte cuenta que al fin y al cabo no hay más vuelta que dejar vivir en libertad a quien se quiere".

El show de anoche fue maravilloso. La abundancia del repertorio me obligaría a escribir una crónica de 200 páginas y aún así me quedaría corta. Para no agobiar a los lectores, creo que me voy a centrar en los momentos que más me conmocionaron.
El primer bloque fue letal. Creí que me iba a morir por lo intenso de las canciones elegidas. Pero no, me la banqué como una reina y sin llorar; eso no implica que no se me haya erizado la piel cada vez que hizo un cover del Flaco, o cuando tocó "Rencor", y qué decir de la versión del tema de Elton John "Sorry seems to be the hardest word", con imágenes de París proyectadas en la pantalla. Parecía a propósito: todas las cosas que amo en un mismo instante, en una misma noche.
El segundo bloque, dedicado exclusivamente al folklore nacional, fue de una perfección inimaginable. "Zamba para olvidarte" me agarró completamente desprevenida y la tomé como un verdadero regalo. No puedo decir que a este bloque le haya faltado algo, no tengo autoridad moral para hacerlo, pero sí me atrevo a expresar mis deseos: me hubiera encantado que tocara aquel hermoso poema de Borges, "Al horizonte del suburbio", al que Aznar musicalizó de manera brillante en su disco "Caja de música". De todas formas, fue impecable, qué querés que te diga.
Quisiera ahondar en el que fue, para mí, el momento más mágico de la noche, -no quisiera pasar por alto otros, como por el ejemplo la presencia de Piñón Fijo como invitado totalmente inesperado; fue un aditivo de extrema dulzura e inocencia- sin embargo, de los miles de instantes ayer vividos en ese caluroso teatro en la primera noche del verano, el mejor fue, sin lugar a dudas, aquel en el cual Aznar hizo una versión alucinante de "Because". Me cuesta mucho describir y expresar lo sublime que fue. Pero aquí voy: Pedro se dispuso a tocar tres veces la mítica canción de Los Beatles grabando cada una de las voces con una pedalera o buclera. Luego de grabar, volvía a cantar en un tono más agudo que el anterior y le adicionaba un instrumento nuevo (primero fue el órgano,después la guitarra y finalmente el bajo). No sé si logro explicarlo bien, acá tienen un video de cuando lo hizo en junio de este año: http://www.youtube.com/watch?v=Z3wJ7C94yk8. Sería absurdo disponerme a calificar la técnica porque nada sé de ella, pero la calidad de la interpretación es algo fácilmente palpable. La afinación y la perfección al dar con cada nota y acorde pusieron en evidencia la altísima capacidad que tiene este músico. Jamás se equivoca. Nunca le pifia. Es envidiable.

Lo que vino después siguió la misma línea de excelencia que venía manteniendo el espectáculo. Creo que si sigo deshaciéndome en halagos voy a caer en lo repetitivo y tedioso así que me voy a detener ahora. Lo último que tengo para agregar es que estoy agradecida. Agradecida con Pedro porque lo que vi ayer es la clara muestra de un profesional, de un hombre que fue tocado por la varita mágica del talento pero que a su vez ha sabido explotar ese don y lo mantiene actualmente con mucho esfuerzo y dedicación. Esa perfección a la que tantas veces aludí en esta entrada, no se logra si no es con horas de práctica y de perfeccionamiento constante. Y no por perfecta la obra de Aznar se torna fría o distante, lejos está de ser el capricho de un meticuloso artista; es, cuanto menos, la expresión de amor a lo que uno hace para vivir. En fin: un verdadero privilegio.

martes, 3 de diciembre de 2013

Hermanos

 Merlo, San Luis, 1995


"Quedate tranquila: si se cae un avión del cielo, va a ser por Ramos Mejía, no acá, en Caballito".

Por más incoherente que suene esta oración, es una cita extraída de la vida real, profesada por nada más y nada menos que mi hermano mayor, Francisco. Probablemente él ni recuerde haberla dicho, pero yo sí, porque supo ser mi consuelo allá por el 2001, después del atentado a las Torres Gemelas, cuando "El eje del Mal" era un tema de agenda y un señor con turbante de piel oscura, que vivía en las cuevas subterráneas del desierto árabe, parecía la mayor amenaza para la humanidad.

Éramos muy chicos, debo admitir. Yo tenía 9. Él, 14. Y esa mañana de feriado que vimos, desde la cama de nuestros viejos cómo 2 aviones atravesaban los edificios del World Trade Center, empecé a tener miedo. No entendía nada de conflictos bélicos, o intereses políticos, ni mucho menos de la puja por el petróleo (tampoco lo entiendo ahora). Pero me asustaba el peligro inminente y la espectacularidad de una muerte tan abrupta, deliberada por terceros que te hacían volar por el aire en un segundo. Recuerdo que cuando comenzó la Guerra en Irak, la CNN televisaba los bombardeos. Eran imágenes difusas, en las que se vislumbraba un fondo oscuro, nocturno, del cual cada tanto, surgían unas luces intermitentes seguidas de estruendos. No veía heridos, ni gente sufriendo, pero claro que éstos existían. Y a causa de mi completa ignorancia, me iba a dormir asustada, pensando en los nenes que vivían allá en ese lejano Medio Oriente; me compadecía de ellos, porque su miedo sí era justificado (no cómo el mío que resultaba ser pura paranoia).

Todo este racconto no tiene por objetivo hacer una exposición histórica (incompletísima, por cierto) sobre mi punto de vista aniñado del conflicto internacional, sino más bien, hace foco en la actitud protectora de mi hermano querido que buscaba calmar mi angustia con argumentos inverosímiles. Cada vez que escuchaba el ruido de un avión sobrevolando nuestro edificio, yo sentía que era muy posible que éste cayera y nos matase a todos. Ante esta persecución innecesaria, él me decía que no me hiciera problema, que los aviones vuelan muy alto, y que si uno se cae, de última, eso va a pasar a la altura de Ramos Mejía (que por cierto, es terriblemente cerca de Caballito, nuestro barrio natal). Calculo que habrá elegido esta ciudad perteneciente al partido de La Matanza al azar, dando por sentado que yo no tenía idea de dónde quedaba y que probablemente se trataba de un lugar muy lejano (casi tanto como Irak). Pero increíblemente, esta premisa me salvó y me dio cierta tranquilidad. No me atrevería a decir que erradicó el miedo por completo, pero que me distrajo, estoy segura.

Recuerdos de estos tengo miles, y en muchos de ellos no lo dejo tan bien parado. Al contrario, lo hundo profundamente. Pero fue él mismo quien me dijo que nunca escribo sobre él, y ahora que se está por ir de casa a vivir con mi futura cuñada, puede ser que me haya vuelto (aún más) reflexiva respecto de nuestro precioso vínculo. Con absoluta sinceridad, creo que nadie en la vida nos marca tanto como nuestros hermanos. Me lanzo hacia esta generalización sin miedo a las críticas futuras: todos los que tenemos la suerte de haber crecido acompañados de pares (y más aún si nos tocó ser los menores), tenemos a nuestros hermanos/as en un pedestal, que por más cagadas que se manden, seguiremos ponderándolos como grandes referentes. Ya sea para imitarlos, o para diferenciarnos de ellos, son alguien a quién mirar. Y ahora que lo pienso, el de los hermanos mayores es un rol pesado de llevar; siempre me pregunté cómo me hubiera desempeñado yo como tal. No debe ser nada sencillo cargar con la tarea de educar a ese chiquito que te sigue a todas partes y te perdona todo lo malo que le hacés. Quizás sea a causa de esta "presión" que terminan cometiendo más errores que aciertos.

Pronto Francisco se va a ir de casa. Esto es algo que me pone triste pero tampoco tanto, porque, como dicen, "es el curso natural de la vida", y es sano que las cosas cambien si son para bien. No hay duda de que será para bien: va a formar una familia con una mujer maravillosa a la que adoro profundamente. Y acá no hay "pero" que valga, sin embargo, lo voy a extrañar mucho en mi cotidianidad (creo que todavía ni me imagino cuánto), y andá a saber qué mentiras me voy a decir cuando tenga miedo y mi hermano no esté en la pieza de al lado para consolarme. No lo sé. Pero seguro, algo se me va a ocurrir.


Escribir bien.

¿Qué es, para mí, escribir bien?

Pensar en el otro y esforzarse para que se entienda. Nada más.

lunes, 18 de noviembre de 2013

Tolerancia cero.

-¿Te puedo hacer una pregunta?
-Sí, obvio.
-¿A vos te hace bien hablar conmigo?
-….
¿Por qué me preguntás eso? Obvio que sí, por algo te cuento todo lo que me pasa.
-No sé, yo siempre siento que cuando me contás tus problemas te doy unos consejos de cuarta, que no sirven para nada.
-Ay, no, nada que ver, ¿por qué pensás eso?
-Porque soy una obsesiva enfermita, entre otras cosas. Y hasta a veces creo que estoy más concentrada en ver cómo te puedo dar una buena solución a tu angustia, que en el problema en sí que me estás trayendo.
-….
-Sí, ya sé, perdonáme, soy una egoísta. Pero me llama la atención que recurras a contarme a mí justo. Como que no sé, es raro que yo te inspire tranquilidad… justo yo.
-No sé por qué pensás todas esas estupideces. Prácticamente yo a vos te conté toda mi vida. Y siempre acudo a vos porque me transmitís mucha paz.
-Paz… ¡qué cosa de locos! Yo, ¿paz? Nada más alejado de la realidad. Sigo sin entender qué es lo que te hace venirme a contar cosas. Te juro…
-Sos una boluda, en serio.
-No, de verdad, hasta incluso siento cierto fastidio cuando venís con algún tema. Me ponés en el rol de consejera y tengo que pensar algo elocuente o profundo para decirte. Y la verdad, que la mayoría de las  veces no soy ni profunda, ni elocuente, y yo también tengo días de mierda y no puedo pintarte la vida como maravillosa porque no la veo así.
-….
-¿Y sabés qué es lo que más me molesta de todo esto? Que me hacés sacar el foco de las cuestiones que realmente me atañen. Paso más horas intentando contentarte a vos, ayudarte a resolver tu mambo, que en dedicarme tiempo a mí misma. Porque obvio, siempre que alguien te trae un problema no existe la posibilidad de decirle: “Y bue, macho, qué le vas a hacer”. O sí, solemos decir esa frase, pero en realidad buscamos insaciablemente una respuesta totalizadora, la redención total. Y eso desgasta. ¿Qué es eso de que hay que tener una palabra para todo? ¡¿En dónde mierda está escrito?! ¿En la biblia? ¿En la Constitución? No, loco, me parece injusto.
-Ah bueno, vos definitivamente te rayaste…
-Y yo creo que deberías intentar irte bien a la mierda. ¿Sabés cuál es el problema con vos? Que no te bancás la incertidumbre. Y, oh, qué novedad, a nadie en el mundo le gusta no saber qué va a pasar, pero casi te diría que es una constante. Eso de que nadie está asegurado, que no tenemos la vida comprada. Es así, y hay que aceptarlo y vivir de la mejor manera.
- ¿Vos vivís bien acaso?
-La verdad que vengo viviendo bastante para el orto, y en parte lo atribuyo a estar tantos años teniendo que sostenerte la vela con todos tus problemas, tus inseguridades. Que tu vieja, que el laburo, que la carrera y la política… basta, chabón.
-Bueno, me alegro de que te hayas sincerado de una buena vez, pedazo de hipócrita.
-¿Hipócrita me decís, caradura? Yo que te banqué en absolutamente todas, que tengo la oreja ultravioleta de escucharte, y los ojos a la miseria de leerte. ¿Sabés qué? A partir de ahora no me ves más la jeta, ¿me oíste?
-Yo no lo puedo creer. Al final, no se puede confiar en absolutamente nadie.
- Te felicito, gran razonamiento.
- Lo único que se puede contar infinitamente son los números. Esa lógica no se aplica a los seres humanos.
- Será que tenés razón. A veces con motivos, a veces infundado, más tarde o más temprano. Todos nos aburrimos, nos cansamos, no damos más.
-Te mando un abrazo, buena suerte.
-Adiós, que te vaya bien. 

jueves, 24 de octubre de 2013

La primera vez que te volviste solo

Foto bellísima de Sara Facio
Qué miedo que da volver solo por primera vez del colegio, de inglés o de cualquier otra actividad que desarrollemos en la pre-adolescencia. Por mucho que me esfuerce en recordar, no creo poder revivir lo que sentí en aquel momento que crucé una avenida sin estar de la manito de mi mamá, es imposible volver a esa inocencia. Lo que se puede hacer es rememorar, y tratar de reconstruir el pasado, pero bien sabemos que toda lectura a posteriori, jamás resulta ser cabalmente fiel a la original.
Existía ese temor de pasarte una cuadra con el colectivo y creer que el Apocalípsis se avecinaba, o la desesperación de hablar con extraños, porque sabíamos que nuestras caras comunicaban toda esa  inseguridad, la falta de experiencia, la vulnerabilidad. Había algo de obsesión y perfeccionismo también, en el querer recordar con exactitud todas las indicaciones recibidas, y cumplirlas al pie de la letra. La velocidad con la que encarábamos las cuadras, sintiendo que si lográbamos llegar finalmente a nuestra casa, habíamos vencido a la adversidad y nos merecíamos un premio. Más aún para nosotras, las mujeres, que debíamos tener el cuádruple de cuidado, ya que cada hombre que nos miraba se convertía inmediatamente en un potencial violador, secuestrador y asesino. Detenerse en un kiosko era toda una hazaña que profesaba la independencia económica y la elección libre, ya no más sujeta a la voluntad de nuestros tiranos padres que nos decían qué se podía comprar y qué no. Era un verdadero acto de libertad, en el cual los errores estaban ahí, al acecho, esperando corporeizarse en una mala decisión, en tomar un bondi en el sentido contrario y terminar en Mataderos cuando en realidad querías ir a Plaza Serrano a tomar un juguito.
Yo no sé cómo se va ganando esa confianza. Tal vez la respuesta se les presente evidente a ustedes: con años. Sí, seguro. Pero me refiero a que por más que crezcamos, la desprotección sigue siendo una variable, y sobre todo, una posibilidad. Y a veces me encuentro caminando sola por la calle, sin esa excitación de creerme parte de algo realmente trascendental como podía resultarme el decir "$1,20, por favor", y lo extraño un poco. Extrapolado a otro aspecto de la vida, es un poco como dice el Polaco Goyenche: "si yo pudiera, como ayer, querer sin presentir". Frase que te aniquila la primera vez que la escuchás, te atraviesa el pecho y te corta al medio como un pan. Es tan cierta, tan humana. Cómo nos gustaría a todos resetear la cpu y empezar de cero, de verdad, cada vez que algo nos sale mal. No comparar constantemente nuestras relaciones actuales con las pasadas, haciendo un balance de saldo positivo, por suerte, porque siempre lo malo nos enseña. Yo tengo una posición ambigua al respecto: por un lado me encantaría querer, vivir, pensar, sin presentir, pero por otro, agradezco tremendamente a la experiencia, a lo vivido porque me educó, y me ayuda a ser una mejor versión de mí misma cada día.

lunes, 23 de septiembre de 2013

La voluntad de vivir mal

Había empezado a escribir esta nueva entrada y me detuve para dejarle la computadora a mi mamá que quería ver una "cosita rápida" en internet. A veces me sorprende mi ingenuidad. O mejor dicho, mi descuido. Era obvio que me iba a cerrar las pestañas que dejé abiertas y se iba a perder, para toda la eternidad, el comienzo de mi para nada brillante texto. Está bien, me lo merezco por poco precavida. Aunque pienso que tal vez fue mejor así para todos. Que yo tuviera que volver a redactar otra vez tras este pequeño incidente casero, me dio un tiempo para reorganizar más eficazmente lo que quería y todavía quiero decir.
A ver cómo retomo... La idea inicial consiste en describir una sensación que me asalta con muchísima frecuencia, la cual puedo describir muy bien pero me cuesta rotular bajo una denominación totalizadora. Quizás a lo largo de la escritura encuentre alguna forma de llamarla que me complazca, ya veremos. 
Estoy segura de que la experimentaste alguna vez, o de que te pasa como a mí que se me aparece casi todos los días de la vida (especialmente cuando ando muy malhumorada). Anoche no me podía dormir y di mil vueltas en la cama sintiéndome abrazada de pies a cabeza por ella. Podría emparentársela con la frustración reiterada o el hastío, pero me quedaría corta si me limito a estas dos ya que se trata de algo más complejo. Tiene cosas de ambas pero se le adiciona muy impertinentemente un sentimiento positivo que es el de la esperanza. Y quizás es ahí mismo en donde reside su peculiaridad. La voluntad de vivir de la cual hablaba Arthur Schopenahuer, la mayor condena del ser humano, ya que el deseo mismo produce dolor. Él parte de la premisa que el vivir está fatalmente vinculado con el sufrimiento. Desde el primer instante de vida y así para siempre. Para llegar a esta idea previamente se hizo una pregunta que consistía en dilucidar qué es la felicidad. Para Schopenahuer la felicidad es la liberación, que se produce sólo de ratitos y dura poco. Es experimentar el arrebato de la vida por fuera del yo corporal; liberarse de las coordenadas de tiempo y espacio. En su obra "El mundo como voluntad y representación", el filósofo alemán sostiene que fuera de la encarnación nada tiene sentido ya que en el universo todo es una representación. Lo único que le imprime sentido a la existencia, si es que este sentido se descubre alguna vez, es la voluntad, es decir, el deseo, la pulsión. Y en verdad, lo que produce la frustración no es el deseo mismo, sino las restricciones que el mundo le impone.
Si es que entendí bien al bueno de Arthur, estoy totalmente de acuerdo con esta idea de que vivir es sufrir, y desear, hasta en los momentos límite, es peor aún que no tener esperanza alguna. No es casual que me haya atraído la obra de uno de los representantes más importantes del pesimismo filosófico, yo tengo ese costado medio emo que me encanta alimentar cada tanto. Lo que me pasó anoche mientras trataba de conciliar el sueño, era que me encontraba reflexionando sobre las mismas cosas de siempre, las frustraciones de la cotidianidad, los proyectos postergados y tenía una representación visual de esta sensación muy gráfica, similar a cuando en los dibujitos se muere alguno y el "espíritu" se le sale del cuerpo y camina dejando al mismo yaciendo horizontal. En mi imagen no es que yo esté muerta, ese espíritu sale de mi cuerpo; pero se queda a medio camino, como que tiene ganas de liberarse, de ser feliz, de salir a buscar qué se yo qué, y a mitad del trayecto vuelve a acostarse para dejar todo quietecito, todo como estaba antes. 
Me pasa esto siempre. Me cruzo con las mismas dificultades y el entorno me desalienta. Ahí es cuando experimento la famosa sensación: uno se frustra pero lo peor no es eso, sino el hecho de que no es una opción quedarse frustrado, boca abajo, horizontal para siempre; en algún momento hay que salir y tener la voluntad bien lustrada, la energía nueva como si no existiera el pasado. Es desgano, fiaca, bronca. Pero lo peor es la maldita pulsión de que todo tiene que ser mejor, porque ¿cómo la vida va a ser lisa y llanamente una mierda? No, no puede ser.  

domingo, 15 de septiembre de 2013

La niña detrás de la cámara - Entrevista a Inés Ulanovsky

Por Josefina Marino

Es viernes a la tarde y quedé en encontrarme con ella en algún lugar cercano a la intersección de las calles Gascón y Avenida Córdoba, a las 15.30. Tras un mensaje vía Whatsapp, mi entrevistada me confirma que la cita será en un café que queda al lado del Sanatorio Güemes. Me dirijo hacia allá y cuando llego a la esquina la veo hablando por teléfono celular. Dudo un momento si es ella (jamás nos vimos en persona), pero al instante descubro que no puede ser otra que la fotógrafa Inés Ulanovsky.
Proviene de una familia en la cual el periodismo y el contacto con los medios se respiraba en cada rincón de la casa. Hija del gran Carlos Ulanovsky y de la reconocida Marta Merkin,  Inés se luce desde muy jovencita como fotógrafa y se desempeña con mucho éxito y calidad.  Es innegable que todos sus trabajos llevan su marca personal, una impronta que combina el talento y la frescura de lo inesperado. “Yo cuando saco fotos no intento nada porque siento que se perdería un poco esa cosa mágica que tiene la foto. Es medio misterioso lo que pasa con la fotografía. Tiene un elemento mágico, tiene que ver con la intuición”. Y esto es muy cierto, su discurso se corresponde con el camino que llevó desde los primeros pasos de su formación.

- Contame cómo fue tu formación, qué estudios y trabajos tuviste.
- Para empezar a hablar de mi formación debería hablar de mis influencias, que es que mi mamá era fotógrafa, y yo la acompañaba desde muy chiquita.  El mundo de la fotografía me gustaba mucho. El laboratorio blanco y negro y eso que pasaba ahí que era como muy mágico, en donde aparecían las imágenes de la nada.  A los 14 años empecé a estudiar con Andy Goldstein, hice la carrera de fotoperiodismo de TEA, después estudié Diseño de Imagen y Sonido en la UBA y en la mitad de la carrera empecé a trabajar en Clarín, en la parte de fotografía.  Estuve 3 años en el departamento de edición y esa fue una parte muy importante de mi vida. Yo ahí tenía que ver los rollos de los fotógrafos (a los cuales admiraba) y elegir las fotos para notas. Trabajaba para suplementos, y también para el cuerpo del diario. Aprendí un montón del oficio,  a ver cómo fotografiaban los más grandes y aprendí a trabajar con mucho stress y con la necesidad de cerrar diarios. Fue un gran aprendizaje, no había mucho margen para equivocarse ni para fallar, ni para preguntarse cómo había que resolver. Fue muy útil trabajar en equipo con un deadline, con un cierre, ser parte de una cadena.
Tuve que dejar la carrera ya que trabaja muchísimas horas en el diario al principio. Fue mi primer trabajo con relación de dependencia y estaba muy deslumbrada por el mundo profesional. Hice un poco más de la mitad de la carrera pero lo que me pasaba es que en la facultad veía todo desde la teoría y en el diario ponía en práctica todas las cosas que aprendía. Pienso que en su momento le faltaba un poco dirección, era una carrera medio hibrida. Pero de todas formas el paso por la UBA fue importante. Yo creo que tiene una cosa que va más allá de la formación estrictamente académica. A mí me sirvió.

- ¿Cómo era la vida en la casa de los Ulanovsky?
- La vida cotidiana era linda e interesante. Siempre los veía trabajando muy apasionados. Me gustaba mucho acompañarlos a los dos a sus trabajos. Cuando vivimos en México (del ‘77 al ‘83) lo acompañaba mucho a mi papá a su trabajo en una revista del Instituto Nacional del Consumidor. Y después, cuando volvimos, él empezó a trabajar en Clarín y me gustaba acompañarlo los domingos, porque trabajaba los domingos. Me parecía muy divertido ese mundo, tenía esa cosa bohemia, los veía a los periodistas trabajando con la máquina de escribir, tomando café, me gustaba, me parecía algo muy interesante.

- ¿Siempre supiste que querías ser fotógrafa?
- Digamos que sí. Lo que más me gustaba de la fotografía,  en realidad, era la imagen del fotógrafo. No tanto me gustaba la idea de sacar fotos  sino más bien el cargar con el bolso, tener un equipo, el flash, el trípode. No tanto la del periodista, que es más quieto, más estático. Yo lo veía trabajando a mi papá horas y horas, sentado en la silla. El trabajo de mi mamá, que tenía que salir todo el tiempo,  era cada día distinto y me atraía más.

- De todas formas demostraste tener interés por la escritura, ya que publicaste un libro llamado “Algunas madres también se mueren”, dedicado a tu madre. ¿Cómo fue eso?
- La escritura fue algo que siempre me costó un montón.  Mi papá siempre me decía que yo iba a ser periodista porque siempre hacía muy buenas preguntas, o interesantes al menos, desde muy chiquita,  que era muy curiosa. Yo siempre le decía que no. No me salía.
A partir de que murió mi mamá en 2005, tuve una necesidad que fue más grande que mi propio prejuicio: la de ponerme a escribir sobre esa experiencia tan dolorosa, tan repentina porque se enfermó de cáncer y murió a los 3 meses. Entonces escribí este libro, “Algunas madres también se mueren”, que es como un crónica sobre ese momento y también es una reflexión sobre el vínculo que tuve con ella y cómo es convertirse en madre.

Inés habla con mucha naturalidad de la historia y de su rica trayectoria. Sin embargo, cuando le pregunto por una cosa puntual, una anécdota tan increíble como espectacular que a continuación me va a desarrollar, noto que su pasión por la fotografía trasciende el mero gusto y tiene un valor mayor. Ella sabe que las fotos tienen algo mágico, en el sentido más literal de la palabra. Y lo sabe, precisamente, por lo que le pasó:

“A los 19 años yo estaba estudiando fotografía  Me daba vergüenza sacar fotos en la calle, había algo de enfrentar a la gente desconocida que me daba vergüenza,  y por eso empecé a sacar  fotos desde la ventana de mi pieza. Nosotros vivíamos en la esquina de la AMIA el día que explotó la bomba. Estábamos todos en casa y por suerte no nos pasó nada, pero la casa se destruyó. Cada uno estaba en un lugar protegido de casualidad.  Al ratito de la explosión, tuve la necesidad de sacar fotos. Saqué fotos a mi habitación, recuerdo la sensación no poder poner el rollo en la cámara, de estar temblando de miedo, tardaba bastante en resolver esto. Hice algunas fotos de mi pieza que estaba completamente llena de vidrios, tenía un pez en una pecera que había estallado en pedazos. Fue como una escena de película, tremenda.  La sensación era de tal sorpresa y fue una especie de necesidad la de registrar todo eso que era muy raro. Con mi mamá decíamos: ¡Saquemos fotos de esto que no se puede creer! Yo bajé y empecé a ver cosas muy feas, heridos, gente llorando. Era el 18 de julio y hacía mucho frío, y nosotros con todas las ventanas rotas. Escuchábamos sirenas. Ahí saqué algunas fotos desde mi ventana. Cada año, cada aniversario hacían ahí un acto en conmemoración y yo seguí sacando fotos pero como una especie de registro personal del cambio de rutina que sufría el barrio.
Dentro de esas fotos, yo saqué una de un fotógrafo en el edificio de en frente en julio de 1997.
En 2003 yo me compré un scanner de negativos y me empezó a dar curiosidad qué había sacado antes. Empiezo a ver uno por uno mis sobres con archivos. Uno de ellos decía” AMIA 1997”. Como mi trabajo en Clarín consistía en ver negativos, yo ya tenía el ojo muy entrenado. Tenia una lupa, lo miré contra la ventana y me pareció que lo conocía. El primer fotograma era un grupo de gente en la terraza del edifico de enfrente, en el segundo fotograma se ve a un fotógrafo desde bastante lejos sacando una foto, y en el tercero está el mismo fotógrafo pero más de cerca (se ve que había agarrado el teleobjetivo). Cuando lo veo me parece reconocer al fotógrafo y cuando lo escaneo efectivamente descubro que era mi marido el de la foto. Mi marido es Diego Levy, fotógrafo también,  a quien conocí 8 meses después en Clarín. Cuando descubro esa situación no lo podía creer. Él volvió a casa ese día y me dijo que sí, que efectivamente había estado ahí.”

A quien no se le erice la piel con esta anécdota, le recomiendo que se haga ver por un psicoanalista con urgencia. Estremece el poder las sincronicidades, el mal llamado “destino”, y supongo que lo que más nos maravilla aún es la ingenuidad con la cual vamos por la vida antes de saber que estas cosas están por pasarnos. Lo que demuestra que lo que nos sucede, es totalmente impredecible, que somos los simples títeres de nuestra propia existencia. Y esta bellísima casualidad disparó en Inés el deseo de difundir estos pequeños milagros.
                                                            
La famosa foto


- ¿Cuál fue tu reacción al darte cuenta de que habías fotografiado a tu marido antes de siquiera conocerlo?  
- Fue mucha la sorpresa y la emoción. Algo realmente increíble me había sucedido. A partir de eso decidí hacer una convocatoria para este tipo de historias, me pareció que debía haber un montón que merecían ser contadas así que abrí una página de Facebook (Facebook: historiasdefotos) para que la gente me las comparta. Y tuve muchísima respuesta,  la gente se entusiasmó con la iniciativa. Me gustaría hacer un libro y compilarlas todas.

- Y ¿qué considerás que tiene que tener una buena foto?
-
Cuando a mí me gustan, es porque son fotos que me atraviesan y que no sé por qué me conmueven y me impresionan. Me impactan, me dicen algo, me intrigan. Es completamente subjetivo.  Busco cosas específicas. A veces mi hijo de 7, o mi hija de 4, sacan fotos con el celular y las veo y pienso: ¡qué fotones!,  porque lo que están haciendo es registrar algo que a ellos les interesa y a veces descubro en esa mirada algo muy interesante. No soy tan fan de la perfección de la técnica y de la luz, cuando las fotografías están demasiado pensadas o planificadas me aburren.

- Por último,  foto(s) que sea(n) significativa(s) para vos, que te hayan marcado:
- Hay una foto que me sacó mi mamá cuando yo tenía 3 o 4 años que lo que se ve  es que estoy a contraluz contra una ventana. La sensación que da es de mucho peligro, como si yo me estuviera por tirar o caer. Lo que me pasó con esa foto es que siempre me pareció que yo estaba sola. Fue una de las primeras fotos que desde muy chica me trasmitió sensaciones intensas.
Después hay otra que es muy linda  que nos sacó un amigo de mi mamá. Estamos las dos juntas y es maravillosa porque estamos exactamente iguales.

Concluyo esta amena charla con una mujer que realmente demuestra ser una verdadera apasionada por su trabajo, y pienso que la pasión es un elemento esencial para el desarrollo de nuestras actividades. Sin ella todo se desmorona, todo es ficción. Quizás esta forma de encarar la profesión  se le atribuya al ejemplo de su madre, quien evidentemente ha sido y sigue siendo de una importancia crucial en la vida de Inés. 

Dicen que la infancia es el momento más importante en la vida de un ser humano. Que de chicos somos esponjas y todo nos afecta, todo lo que nos rodea abona a la construcción del adulto que en el futuro seremos. Esos acontecimientos serán los primeros fotogramas en el rollo de nuestra personalidad. Y realmente resulta grato evidenciar en Inés, la presencia intacta, al día de hoy, de esa nena que miraba con admiración a su mamá a través del visor de una máquina fotográfica.

domingo, 25 de agosto de 2013

Casero, sos un genio.

Mi sketch preferido de Cha cha chá es, probablemente, el de la parodia a la telenovela venezolana "Temblor de bombacha". Quizás esté pasando por alto otros por demás espectaculares, pero creo que este fue el que me pegó al punto tal que con una amiga, cada vez que nos vemos, nos la pasamos repitiendo constantemente las líneas que dicen Casero, Capusotto y Alberti en el capítulo dos.
Alfredo Casero intepreta a Conchola Alonso, una mujer que acaba de enviudar hace 5 minutos. Su marido muere allí mismo, ante sus ojos, ahogado en la pileta tras recibir un pelotazo de tenis en la cabeza y caer con todo el peso de su cuerpo al agua. Su brutal asesino, Ricardo, en la piel de Fabio Alberti, se siente muy acongojado por haberle ocasionado la accidental  muerte a un vecino, y decide remediar a Conchola invitándola a cenar a su mansión. Ésta, desprendida de toda moral, acepta (aunque todo el tiempo se plantea que no sabe si debe). 
      (Recomiendo ver el video para un mayor aprovechamiento del texto)


Digamos que la escena de este segundo capítulo se desarrolla completa en el living de la casa de Ricardo y es allí en donde se desenlaza la trama del episodio. Dejando de lado la gracia y el carisma de la tonada centroamericana de Conchola, a mí me fascina este capítulo por sus diálogos. Comprendo que muchos pueden verlo y pensar que esta clase de humor es absurda, un delirio y no les saque ni una sola mueca (lo comprendo hasta ahí, porque para mí Casero es de lo más grande que hay). El guión de toda esta falsa telenovela me parece brillante. Hay un tercer personaje en cuestión: la madre de Ricardo, Olinda Veltis, que es Diego Capusotto disfrazado de mujer. Su rol es primordial, ya que es gracias a ella que explota el conflicto central de la historia. No tengo idea de si será producto de la improvisación, o de si se trata de un guión premeditado, poco importa eso; los tres personajes en escena se manejan con una fluidez encantadora, y nos mantienen atrapados a los espectadores a la espera de que lo menos coherente puede suceder en el próximo segundo. Como por ejemplo, cuando la madre de Ricardo se queda a solas con Conchola, y en un ataque de sinceridad, ésta se saca la peluca y descubren su más profundo secreto: ella no es Olinda sino Rodolfo Ranni. Este acontecimiento funciona como disparador de una batalla campal en la cual vuela un perro de cerámica, Casero intenta, de forma fallida, defenderse con una columna que sostiene la casa, se gritan, se insultan y se arrastran por el suelo. Y en el medio de toda esta anarquía, al personaje de Ricardo lo único que parece importarle es la irreparable pérdida de su perro de cerámica traído de Pekín. Conchola, en un rapto de extrema sensatez, se da cuenta de que empezar una relación con Ricardo sería algo "muy jodido, muy rebuscado, muy raro". Es gracioso que advierta esto, una persona que minutos más tarde termina por enquilombar por completo la casa y se va dando un portazo al grito de "me haré puta".
La siguiente parece una relación un poco tirada de los pelos, pero creo que hay mucho de realidad en todo el circo que se plantea en esta escena: ¿Cuántas veces en la vida nos pasa que los amigos, la familia, las parejas, demuestran ser de una manera totalmente distinta a como nosotros creíamos que eran? Parezco estar tirando palos para todos lados con esta declaración, y probablemente sea una intención subrepticia, pero no muy valiente ni dirigida a nadie en particular porque no es la idea. La idea, si es que hay alguna y esto no es más que un mero ejercicio de asociación libre, o un articulado de frases sin más que un objetivo terapéutico para quien les escribe, es que pocos sentimientos son tan feos en la vida como la decepción. Esta puede a veces ser progresiva, gradual, y para aquellos desprevenidos negadores, abrupta y descorazonadora. A mí me da una pena muy grande que estemos condenados a caer una y otra vez en la decepción, que no haya un límite, y que la vida sea una sucesión de auto-regeneraciones. Por otro lado, celebro que los seres humanos tengamos esa capacidad de adaptación y podamos construir sobre las ruinas. Pido perdón si todo esto suena demasiado apocalíptico, aunque yo diría más bien que se trata de realismo. 
El problema residiría en no aceptar esto, es decir, sostener relaciones que nos llevan hacia la nada, que no nos hacen ningún bien, sólo por el temor de que esas pasadas idealizaciones se desmoronen dejándonos completamente azorados, ante una terrible y dolorosa claridad. Mas bien prefiero yo reírme del absurdo, con Conchola, que asegura no estar loca y promete venganza, que no deja nada adentro y se desahoga saludablemente antes de dar el portazo final.
Probablemente con mi amiga sigamos imitando los diálogos de Cha cha chá hasta que nos volvamos viejas y colocaremos esas frases ridículas, pero tan graciosas, en cualquier conversación que creamos pertinente. Y así seguiremos todos por la vida, conociendo gente que nos haga feliz con la cual compartir chistes, música, películas, libros, charlas interesantísimas, todo eso, pero sin dejar de atender la cuestión de que siempre es posible que esa persona se convierta en Rodolfo Ranni.

domingo, 18 de agosto de 2013

Las reivindicadoras del pijama


Después de años de consumir películas, música y productos televisivos llegué a la conclusión que los medios de comunicación han arribado a fines fructíferos conmigo. Y no precisamente porque compre de forma compulsiva todo lo que me vendan, sino porque suscribo inocentemente a la definición de público objetivo o target.
Es difícil escaparle a los rótulos en estos tiempos, y me molesta. Pero lo tengo que aceptar. Consumimos lo que somos, y eso que somos no viene a ser algo muy distinto de aquello que nos gusta. Y a mí me gustan las canciones, por ejemplo, de She & Him, en la voz de la dulce Zooey, que hablan de que te rompieron el corazón, o de que creés que te lo cruzaste a ese chico que tanto quisiste pero no lo miraste y después quizás lo miraste, y ahí, te volviste a enamorar. O el bajón que implica que "pude ser tu chica y vos pudiste ser mi trébol de cuatro hojas"; por eso, "voy a hacer la cama para quedarme en ella para siempre", y demás cursilerías que ahora que las leo, me siento medio boluda.
Obvio que también me gustan otro tipo de bandas y estilos. Considero tener un abanico de intereses de amplio espectro (que nunca acaba de hacerse amplio, siempre es posible conocer más y más). Pero debo ser sincera, tengo un costado muy groso en mi personalidad el cual hace que  me enganche con historias que van tele-dirigidas a las llamadas "minitas", como se dice ahora, como yo, sensibles, extremadamente reflexivas, fóbicas, etc. Y es que todo está tan meditado. Como Julieta Venegas que te dice que prefiere amores platónicos, amores imposibles, porque la pobre ya sufrió demasiado. O cuando le pide al pibe que vaya lento, que hay que ser delicado y esperar, para que una pueda darle todo lo que tiene. Suena muy forro todo. Pero es verdad. Y yo no es que escucho estas canciones y digo: "ay, tal cual, a mí me pasa lo mismo". O sí, lo pienso, pero mi cabeza carbura dos horas y media más pensando en que hubo alguien que vio que todo esto estaba bueno para vender, que había un séquito de muchachas esperando alerta esa reivindicación de la femineidad, una epifanía redentora.
Realmente no es sanador en lo absoluto escuchar estas canciones, o ver las películas en las cuales sus protagonistas femeninas se la pasan  en pijama, con anteojos, medio demacradas, comiendo de un bowl, (no necesariamente tiene que ser de un bowl, pero sí debe ser comida berreta, o algo para picar) evadiendo su realidad de mierda ante el televisor. Y me pregunto ¿qué pasa con las mujeres en pijama? ¿Cuál es la idea que nos quieren trasmitir? Yo pienso que es un sinónimo de derrota, de abandono. Momento sumamente necesario en la vida de cualquiera, sea hombre o mujer, se sabe que uno no aprende nada si nunca tocó fondo. Pero vuelvo a los pijamas: siempre están. Cuando nos quieren hacer notar que la mina la está pasando mal, que está sola, que perdió el laburo (o que en éste la pasa para el diablo), que tiene problemas, nos la muestran en pijama, o comiendo. Está Michelle Pfeiffer, en "Frankie & Johnny" que no se anima a volver a enamorarse porque ya sufrió mucho en el pasado y prefiere quedarse en casa mirando un VHS y comiendo pizza. En pijama, obvio. O la más paradigmática, por llamarla de alguna manera, la patética Bridget Jones que canta "All by myself" frente al espejo buscando que todas las solteras de la audiencia digan: "sí, yo quiero ser como ella, que es gorda y no pega una pero los tiene a Hugh Grant y a Colin Firth cagándose a trompadas por ella en plena calle." Eso, claramente, no pasa. Lo sabemos muy bien, entendemos que es una película, pero la fantasía es inevitable. Pongo estos dos ejemplos para no citar los cientos que hay en el cine y en la televisión. Pero en todos pasa lo mismo: la mujer derrotada es la mujer en pijama, y cuando ésta retoma las riendas de su vida, la escena la acompaña con una música que roza lo épico cuando la misma se arregla, se produce y se pone linda para salir a comerse el mundo.Déjenme decirles algo: nos están re-cagando. Pareciera que estas películas se centran en mostrar mujeres que finalmente superan las adversidades, en las que ellas protagonizan la historia y tienen en las manos su destino. Bullshit. Es bastante poco probable que nuestra realidad material se vea reflejada en aquella de la mujer del final, la triunfante que consigue el laburo que tanto quería después de una lucha incansable de 1h y media de película; o que finalmente el tipo le dio bola, se dio cuenta de que tenía un minón al lado, una genia, que valía la pena y había que dejarse de joder. Más bien nos indentificamos con la versión desmejorada de ésta, la del pijama, la que anda impresentable todo el día por la casa deseando que la parta un rayo. Sé que todo esto suena a un manifiesto feminista, pero nada que ver. Me encantan todas estas películas, me la paso escuchando estas canciones que fingen ser espontáneas. En fin, lo disfruto.
Y acá es donde entro yo, que me resisto a entrar en el corralito del target pero estoy escribiendo esto, precisamente, y de pura casualidad, en pijama. Voilá.

sábado, 29 de junio de 2013

Libro de (Juan) Manuel

              Tengo un amigo que se llama Juan Manuel. Lo conocí el año pasado, en la facultad. Menos de un año es un tiempo relativamente corto para conocer a una persona, lo sé, pero sin embargo nuestro vínculo surgió muy repentinamente hasta llegar a lo que es hoy: una gran amistad. Y es que en general suele pasar eso, las grandes hermandades comienzan de golpe, como si nada, sin que uno se lo plantee mucho, y se desarrollan tan vertiginosamente que nadie se da cuenta.

Juntos compartimos muchos momentos memorables.
Meriendas en la Plaza de los dos Congresos, juntadas a estudiar hasta la madrugada en mi casa, con la luz cortada y un calor abrasador en pleno noviembre. También ha sido un gran compañero en actividades solidarias: asistimos juntos al acto que se hizo en la estación de tren a un año de la tragedia de Once y fuimos a la Catedral Metropolitana para donar y ayudar a organizar todo lo que se enviaba para los inundados de La Plata. Un amigo que me ha bancado muchísimo en este último tiempo, una persona de un aguante incondicional, a la cual le estoy muy agradecida.

Me decidí a escribir sobre él porque ayer tuvimos un día distinto. El jueves a la noche, volví a mi casa y me encontré con un mensaje de mi amigo que me sugería ir a un evento que se hacía en homenaje a Julio Cortázar. Este tenía lugar en una biblioteca en ese barrio que tanto me gusta, el punto indefinido entre Almagro/Abasto/Villa Crespo. Con motivo del aniversario número 50 de Rayuela, los administradores de esta biblioteca barrial de la calle Lavalleja, organizaron una serie de actividades para conmemorar la primera edición de esta paradigmática obra. Ante todo, tengo que aclarar que no leí Rayuela. Es uno de mis grandes pecados como lectora y como ser humano (tampoco vi el Padrino II, ni la III). En fin.

Nos encontramos a las 7 de la tarde de ese día entre húmedo y frío de junio. Una etapa del año que particularmente detesto, porque este tipo de clima tiende a recluirme en mi casa, sin ganas de salir ni de ver a nadie. El lugar estaba atestado de personas, en su mayoría, viejos. Había una propuesta interesante, que consistía en llevar un libro del cual uno quisiera desprenderse, para tomar otro que haya llevado alguien con la misma intención, formando así, una interminable cadena de favores literaria. Se ve que llegamos medio tarde, o sobre la hora, porque ninguno de los que quedaba nos resultó interesante. Yo había llevado "Ficciones" de Borges, porque tengo dos ediciones iguales en casa, pero me parecía demasiado bueno como para dejarlo y llevarme una obra de teatro llamada "El debut de la piba". Quizás se trataba de una obra maestra, puede ser, pero de todas formas, no quise arriesgarme.

Como bien dije antes, la sala principal de esta biblioteca estaba repleta de gente. Nos chocábamos, nos empujábamos entre todos. No había comodidad para desplazarse. Las personas mayores que poblaban este recinto se encontraban particularmente fastidiosas, y nos miraban a nosotros, representantes de la juventud, con cierto recelo, imputándonos que nos habíamos colado en una fila inexistente. Finalmente, ingresamos a un auditorio que no estaba preparado para recibir a tanta gente, seríamos unas 300 personas aproximadamente, y todos los ancianos habían acaparado las sillas, como debe ser. Juan Manuel estaba entusiasmado porque en la entrada nos habían dado un número a cada uno para que participáramos en un sorteo. "78 A" era el mío. Los premios eran las obras completas de Julio, cinco ejemplares de Rayuela, y un desayuno en un café llamado "Bonjour Paris". Mi amigo me dijo al entrar: "es fija que me lo gano yo".

La primera parte del evento consistió en escuchar a un grupo de músicos de jazz que tocaban mientras un señor, un escritor y clarinetista principiante, leía capítulos especialmente escogidos de Rayuela. Quizás el hombre no brilló por ser un gran narrador, pero de todas formas fue un momento agradable. La música era amena aunque costaba disfrutarla en un entorno tan incómodo: poco espacio, todos parados y yo con un incipiente dolor de cintura. ¿Quién es la vieja ahora?

Luego del espectáculo musical, decidimos sentarnos en el piso y resignamos verle las caras a las escritoras que estaban en una suerte de panel de discusión sobre la obra de Cortázar en su conjunto. El salón se fue desagotando a medida que la conferencia empezó. En un momento, justo al lado nuestro, llegó una muy bella mujer, de unos 50 años, rubia de ojos claros, alta, de muy fino porte. De esas lindas, que conservan su elegancia en la adultez. Juan Manuel me dijo que se trataba de una escritora, que casualmente había sido invitada una vez a nuestra querida facultad, allá por el primer año de la carrera, cuando cursábamos la materia Taller de Expresión I, un taller de escritura. Por ese entonces, mi compañero y yo no nos conocíamos, y como supe cursar esa misma materia en otra cátedra, me perdí de esa charla.

La conversación entre las escritoras sobre el escenario tuvo sus altibajos. Una de ellas, quien posee el honor de haber conocido y tratado a Cortázar en persona, contó una anécdota sobre sus últimos meses de vida, en la cual el autor le reveló un sueño recurrente que se le presentaba. En el sueño, Julio alcanzaba el objetivo más deseado de toda su vida: había logrado poder expresar, en una última novela, todo aquello que siempre había querido decir. La particularidad de esta hazaña, residía en que cuando el editor le entregaba el libro a Cortázar, este estaba escrito con formas geométricas. Esta mujer, amiga del autor, desprendía de este hecho un análisis del sueño e interpretaba que su significado, era la frustración del artista ante la inefabilidad y ante esa dificultad que tiene toda obra de arte de trascender lo esencialmente terrenal para que se convierta en algo totalizador, que explique la existencia misma. Todo esto fue un disparador para una charla futura que tuvimos con Juan Manuel, en la cual yo le expresé mi desacuerdo con esta premisa. Para mí sí hay obras de arte que trascienden al hombre, que nos elevan a un nivel de sensibilidad en la percepción y nos tocan verdaderamente el alma.
Sin ir más lejos, he aquí la prueba:  



Tras un fuerte aplauso del auditorio, el panel compuesto por estas mujeres llegó a su fin. Pero faltaba algo. El sorteo. En primer lugar, se subastó el desayuno gratuito, que no escuchamos quién fue el ganador (el cansancio físico de estar allí perturbaba nuestra atención a esta altura). Ya de pie, de brazos cruzados, cargando con mi piloto de lluvia, miré a Juan quien no sacaba los ojos de su numerito de talonario. La mano de una de las mujeres en el escenario hurgó en la bolsa de plástico que contenía todos los papelitos y sacó uno. "77 A". Como no podía ser de otra manera, este era el número de mi amigo. Se había ganado una bellísima edición de Rayuela de la editorial Alfaguara. La sorpresa fue total, por más que él en todo momento sostuvo que este sería su día de suerte y que había ido para ganárselo. En este trajín de emociones, de premoniciones corrobordas, Juan Manuel subió al escenario y recibió su premio. Le tomaron una foto y mostró el nuevo tesoro adquirido ante todo el auditorio. Nosotros aplaudimos, y el ritmo del sorteo siguió su curso hasta que se entregaron todos los libros que quedaban por regalar.

La escritora que todo este tiempo siguió a nuestro lado, Inés Garland, felicitó a Juan y le dijo: "viste, vos que estabas tan seguro de que ibas a ganar!". Ante este comentario mi amigo tuvo un lindo gesto con la mujer, le contó que la recordaba de aquella charla que dio en la Facultas de Sociales de la UBA, y le pidió si le podía autografiar su nuevo y reluciente ejemplar de Rayuela. Con un poco de reticencia, ya que no se creía legitimada para escribir su firma en una obra de Cortázar, la mujer aceptó, y dejó una dedicatoria bellísima en el libro de mi amigo. Ella estaba acompañada de un señor mayor que nos despidió a ambos con mucha amabilidad y le dijo a Juan: ¡Auguri! Nos causó gracia y ternura a la vez.

Abandonamos la biblioteca barrial absortos por lo que había sucedido. Maravillados de que se haya producido la coincidencia, de esas que ocurren con poca asiduidad. Hubiera sido una mayor casualidad todavía, que la obra de Cortázar que Juan se ganó, hubiese sido, precisamente, "Libro de Manuel", pero no. Era Rayuela. Y yo creo que ahora, la historia que se trazó entre esta novela y mi amigo, es totalmente distinta. Esta estuvo signada desde el comienzo por una certeza y por un destino de que tenía que ser así, que él tenía que ganársela.  Son estas pequeñas cosas, estos pequeños guiños, esos encuentros en carne propia con el arte, los más reveladores, los que nos tocan el alma nuevamente, y le dan sentido a la vida.


domingo, 23 de junio de 2013

Sobre la última Feria del Libro

Nunca comprendí por qué a los seres humanos nos gusta ir a los lugares en donde hay mucha gente. Suele suponerse que si hay una significativa cantidad de personas en un determinado sitio es porque éste es exitoso y vale la pena entrar a ver en qué reside ese éxito. Pongamos por caso, si pasamos ante un restaurant cuyo ventanal principal nos indica que no hay presencia alguna de comensales, difícilmente consideremos ingresar. Lo mismo pasa con las discotecas, los bares, los conciertos, etc. Sinceramente, no lo comprendo. No hay nada más odioso que tener que maniobrar nuestros cuerpos en lugares atestados de individuos, en donde esquivar es la ley primera y se debe estar atento ante la presencia de algún posible descuidista. Así y todo, más tarde o más temprano, indefectiblemente terminamos asistiendo a estos eventos en los cuales la irascibilidad está a la orden del día y el replanteo de nuestra presencia allí se vuelve un tormento tras cada carterazo, empujón o pisotón. Mi evento por excelencia, es decir, el que reúne todas estas indeseables sensaciones, es la Feria del Libro. Pero este año tuve un motivo para ir y éste no era menos que la presencia en nuestro país de una de mis escritoras preferidas: la española Rosa Montero.
Rosa venía a presentar su último libro, “La ridícula idea de no volver a verte”, luego de una extensa gira por todo Europa. La autora dio un incansable rodeo por diversos medios de comunicación antes de su presentación en la Feria, y mis ansias por asistir a la conferencia que planeaba dar, eran verdaderamente intensas.
La escritora emprende, en esta última obra, una suerte de homenaje hacia la física y química polaca Marie Curie, a quien honra con este libro inspirado en un diario íntimo que Curie escribió tras la muerte de su marido Pierre. Trazando un lazo paralelo con su propia historia personal de un calibre emocional estremecedor, ya que ambas tuvieron la pena de perder a sus amados esposos, Montero destaca en cada párrafo la inteligencia y  tesón de Curie, trayéndonos a sus lectores datos sobre su vida que desconocíamos y que nos hacen valorarla y ponderarla como una de las más grandes mujeres de nuestra historia contemporánea. “La ridícula idea de no volver a verte” no suscribe a ningún tipo de normativa genérica. No es novela, no es ensayo, ni es rigurosamente un texto de investigación. Y este es precisamente el tipo de producciones que más placer me ha generado como lectora. Una escritura reflexiva y meticulosamente presentada, con expresiones que lo remiten a uno a lo más profundo del pensamiento. Quien lee a Rosa Montero indefectiblemente cae en la tentación de repensarse a sí mismo (quizás esto se deba a que la autora estudió cuatro años de psicología), y supongo que se produce más en mujeres que en hombres, una profundo ejercicio de identificación que en reiteradas ocasiones me ha llevado a las lágrimas.
Por todo esto y más, fue menester llegar a un horario prudente al predio de la Sociedad Rural Argentina en donde se desarrolla cada año, desde que tengo memoria, la Feria del Libro de Buenos Aires. Tratándose de una conferencia en un recinto de cupo limitado, llegué una hora antes, y, satisfecha por mi inusual puntualidad, formé en la fila  que ya se había generado puertas afuera del auditorio. Allí mismo me puse a conversar con dos simpáticas señoras, correntinas ellas, que venían a la Feria a comprar libros para abastecer la biblioteca para la que trabajan en la ciudad de Mercedes. “Para nosotras que amamos la lectura, esto es como estar en el paraíso”, me decía la mujer. Compartíamos la emoción de presenciar la charla de nuestra escritora fetiche y a su vez, el cariño por los libros.
La conferencia habrá durado más o menos una hora. Estuvo coordinada por una periodista amiga de Rosa quien guiaba con preguntas el caudaloso arsenal de reflexiones que la escritora tenía para aportarnos, no sólo respecto de su libro, sino sobre la vida en general. Encontré caras conocidas entre la concurrencia: el diputado Gil Lavedra, y los escritores Guillermo Martínez y Claudia Piñeiro.
Por fortuna, la tarde no concluyó con la charla ya que luego de ella, la escritora iba a firmar libros en el stand del Grupo Planeta y entonces tendría la oportunidad de decirle cuánto la admiraba y lo bien que me han hecho sus palabras. Cuando bajamos al pabellón, ya había una larguísima cola aguardando la llegada de Rosa para que ella se inmortalizara en esos ejemplares con una dedicatoria simpática y locuaz. Esperé un largo rato y allí fue donde vivencié la irascibilidad ya mencionada. En realidad, había dos filas: una para la firma de libros y otra para la compra de los mismos. Esto generaba un doble pasillo de gente en el cual mediaba un corredor por el cual se dignaban a pasar todos los otros visitantes de la Feria cuya curiosidad se despertaba al ver semejante amontonamiento. Todos procedían de la misma manera: se detenían torpemente en el medio de ambas filas y preguntaban: “¿Qué es esto?”. “Rosa Montero firma sus libros en este stand”, solía contestar alguno. “Ah, gracias”, respondían y se iban chocándose cuanta persona pudieran.
Finalmente llegó mi turno. La tenía ahí, frente a mí. El corazón me latía fuerte y tenía mucho para decir pero no logré esbozar palabra alguna, más que mi nombre para que lo indicara en el autógrafo de la primera página. Mi timidez me jugó una mala pasada, porque no pude decirle lo mucho que me habían ayudado sus novelas y sus escritos en general, lo maravilloso que había sido leer con una precisión escalofriante la descripción de sensaciones idénticas que llegué a tener ante determinados temas. No pude decirle nada. Con una simpatía adorable, mi querida Rosa trazó velozmente: “Para Josefina, que es el futuro, este libro sobre la serenidad”.
Probablemente ella eligió esa dedicatoria al azar, pero no se imagina siquiera lo oportuna que fue para mí que recurriera a mencionar esa palabra. “Serenidad”. Así fue entonces, que me saqué una foto con ella, la despedí y abandoné la Feria del Libro con una emoción que no me cabía en el pecho, colmada de una gran felicidad. La alegría fue tal, que ni siquiera me importó la marea de gente con la que tuve que lidiar a la salida, ésa tan molesta e incesante de la que hablé en el primer párrafo. Estaba dispuesta a chocarme con quien sea. Situaciones como estas, dejan en evidencia cuán limitados son nuestros (pre)juicios sobre lo que puede llegar a pasar. A veces (o casi siempre) la realidad nos enseña que tiene algo mucho más interesante reservado para cada uno de nosotros.   

jueves, 13 de junio de 2013

Los trenes se mueren por descarrilar

Estación Bolívar de la línea E. Estoy en el subte. Me dirijo hacia la facultad y me pongo a escribir en esta hoja de cuaderno que luego pasaré en limpio, corregiré y digitalizaré para transformar estas palabras en una nueva entrada de blog. Me nace escribir en este momento, después de haber salido de casa habiéndome enterado de que nuevamente chocó un tren de la línea Sarmiento y murieron tres personas, más decenas de heridos.

Cuando me paré de la cama para ver la temperatura, prendí la tele y entre sueños me sobresaltó la noticia. "¡NO!", grité. No lo puedo creer. Me indigna, me hace mal. No entiendo.
Por eso decido escribir en este lugar,el subte, que es un escenario similar (pero no igual) al de aquellas personas que esta mañana se vieron atrapadas entre el susto del choque y los fierros violentos de los vagones. Pero mi situación es totalmente distinta, yo nunca necesito tomarme el tren.

Tengo la suerte de vivir en un barrio céntrico que me proporciona muchas alternativas para transportarme a realizar mis actividades cotidianas. Si no quiero ir en un subte atestado de gente, camino 5 cuadras y me tomo un colectivo. Si ese colectivo que no es muy frecuente tarda, camino 4 más y tengo otros dos que me arriman al barrio de Constitución en donde está mi facultad. Y si no, también tengo otro subte que viene mucho menos cargado de personas y en el cual, digamos, se puede viajar bien en hora pico. Entonces, ante mi holgada situación, pienso: qué suerte tengo que no lidio con la muerte todas las mañanas. O quizás sí me enfrento a ella como cualquier mortal, porque uno nunca sabe cuándo le llegará su momento, pero digamos que me encuentro en un sector privilegiado y menos expuesta a los peligros, a diferencia de aquellos que tienen una sola opción para llegar a sus respectivos trabajos/escuelas/universidades.

De todas maneras, ¿qué me importa si no me pasa a mí o a los míos, si esto me toca de lejos? ¿Qué sentido tiene la vida si nos afecta tan poco que pasen estas cosas todos los días, que nos acostumbremos, que naturalicemos hasta las más tremendas aberraciones?

Ante la frustración y la impotencia que generan estos acontecimientos, suele decirse que a nadie le importa que vuelvan a repetirse estas tragedias causadas por la desidia del Estado. Yo no creo que a nadie le importe. Considero que son (somos) muchos los que deseamos que se pueda de una vez por todas aprender de las malas experiencias, de que lo malo nos haga crecer y valorar la vida, nos permita poder prever un poco más las cosas, cuidarnos y vivir mejor. A varios les quema por dentro esta imperiosa necesidad de que las miles de vidas que se pierden, no sean en vano. Definitivamente, son muchas personas a las cuales les importa que estos sucesos no se repitan. Pero son pobres. Pobres de poder y de recursos. Y en cambio a quienes tienen en sus manos la posibilidad de hacer algo para cambiar significativamente, a ésos, estoy convencida de que nos les importa. No les importa nada. No les importa que después de la masacre del 22 de febrero de 2012, después de que 51 personas perdieron la vida por una sucesión de larga data de actos de negligencia y corrupción, después de todo ese dolor innecesario e injustificado, después de eso, no pasó nada. Y no estoy siendo cínica. El hecho de que no se volviera a repetir no ha sido, evidentemente, una prioridad en lo absoluto.

Que hoy haya chocado nuevamente una formación del Ferrocarril Sarmiento después de 16 meses de una de las tragedias más nefastas de los últimos tiempos, comprueba lo dicho:  quienes realmente se interesan porque esto no vuelva ocurrir, no pueden hacer nada. En cambio, los que tienen la capacidad de transformar la realidad para mejor, no creyeron urgente garantizar un buen servicio de transporte público (trabajo que, por otra parte, no se realiza de la noche a la mañana, lleva una labor de años y muchísima inversión económica).

Es así como se espera que el efecto pase, que la gente se olvide y de a poco nos vamos acostumbrando a que las desgracias evitables sigan sucediendo, se repitan, y esto, lejos de contribuir a una toma de conciencia perdurable en el tiempo, abona a un conformismo sedentario, facilista y mediocre que nos atrofia los sentidos. Un escenario en el que los hechos que le pasan a otros seres humanos nos pasan por al lado pero no nos atraviesan.

Yo no quiero acostumbrarme nunca a que esto se repita año tras año. No quiero aceptar que el transporte público sea una verdadera máquina de muerte. No tiene por qué ser así, es algo que necesariamente debe cambiar y no tiene justificación alguna. Me rehúso a aceptar que el respeto por la vida no sea el primer ítem en la agenda de nuestros políticos, con que pase una vez nos basta y nos sobra para asustarnos lo suficiente y trabajar duro todos los días para que realmente no vuelva a ocurrir. No quiero que lo naturalicemos, que nos de lo mismo. No tiene que ser así, esto tiene que cambiar.

miércoles, 24 de abril de 2013

Por qué no me banco los halagos


Siendo las 5 de la tarde con 17 minutos de un miércoles, aquí me encuentro yo, frente a la computadora con un termo de agua caliente ya por la mitad y un parcial domiciliario de Semiótica II por encarar. Eso de "encarar" es bien discutible ya que, como bien ven todos, estoy dispuesta a emprender otro de los textos que caracterizan a este blog. Esos, que son bien autorreferenciales, que hablan de mí y nada más que de mí. Publicaciones que dejarían entrever un ego importante. Pero como bien blanqueé en mi primera entrada, hace ya un par de años, el acto de escribir a mí me sana y supongo que cuando surge el impulso de hacerlo, no queda otra que seguirlo.

La mayoría de las cosas que escribo acá se me ocurren con cierta anticipación al día que las publico. Pero dado que también soy muy vaga me la paso postergándolo, y así, quizás, es que llega el momento en el que me encuentro frente al teclado con una idea muy pasada ya de su punto de cocción. Son razonamientos, cavilaciones muy saturadas que aparecen reiteradas veces en mi mente y de pronto no soportan más estar en mi cabeza y necesitan salir disparadas hacia el papel (o en este caso, la pantalla). Reitero que suelen ser totalmente centradas en mí misma, en cosas que reflexiono respecto de lo que yo pienso, pero que a su vez pueden servir a otros que lo lean y sientan cierta identificación. De lograr eso, me doy por satisfecha.
Toda esta información que acabo de exponer no esconde evidencia alguna del carácter obsesivo del proceso de escritura que, por lo menos en mi caso, desarrollo. Pero es así. Hola, soy obsesiva, mucho gusto.


El periodismo tiene un gran enemigo que es la subjetividad. Siempre la condena, la combate, le dice "no sos profesional". Como estudiante de Comunicación Social (que no es precisamente periodismo), estaría teniendo un problema con esta premisa. Quizás sea una falta grave de mi parte, pero no puedo producir absolutamente nada sin que aquello que haga se vea atravesado por mi visión de los hechos, mi experiencia. Me cuesta encontrar la objetividad en las cosas y, sinceramente, tampoco busco hallarla porque sé que es imposible. Suena a que ostento un conformismo superlativo, pero la realidad es que todo lo que exponemos, incluso aquellas cosas que defendemos con exacerbada vehemencia, no dejan de ser más que nuestro punto de vista. Una mirada más. Así es entonces que me quedo cómoda en mi subjetivismo excesivo, porque me divierte, y permite que me abra (?) a quienes me lean, y hasta quizás los divierta un poco con mi neurosis.

Quizás vaya demasiado lejos al confesarles por qué no me banco los halagos. Pero es algo sobre lo que realmente llegué a una conclusión y, siento, debo compartirlo. Nadie puede negar que los halagos son maravillosos, que contribuyen al fortalecimiento del autoestima, que nos hacen bien. A mí me hacen bien a tal punto que ya no me los soporto. Y mi mayor temor, es creérmelos. Esta relación histérica que tengo con las adulaciones a veces me vuelve loca porque, por un lado, los necesito, para no quedarme solamente con la voz de mi interior que me boicotea todo proyecto, que me dice que está todo mal, pero por otro, los rechazo porque justamente esta voz interior se encuentra en las antípodas de todo comentario, gesto o expresión valorativa (en un sentido positivo, claro está) sobre mi persona. Y el riesgo de creerse los halagos reside en la certeza de que algún día, más tarde, más temprano, algo hará que ese pedestal en el que nos pusieron se desmorone sin causa justa y volvamos a vernos como la más insignificante hormiguita.

Y supongo que lo que subyace a todo esto es el miedo, siempre el miedo, de que los otros nos perciban tal como nos vemos a nosotros mismos. Rebuscado, retorcido, pero me pongo a pensar, y me aterra que exista una persona en la tierra que sea capaz de verme como yo me veo. ¿Será posible eso? ¿Existirá ese tipo de transferencia? Yo creo que ni en el psicoanálisis se logra, ya que el terapeuta siempre trata de balancear tus pros y tus contras, de decirte que estás sufriendo de más, que se puede estar mejor. Siempre relaciono esto con la noción de habitus (pido perdón a Bourdieu, por citarlo tan a la ligera, tan chotamente) esos esquemas estructurales y estructurantes 
a partir de los cuales los sujetos perciben el mundo y actúan en él. Llego a la conclusión que estos esquemas son intransferibles, y propios de cada agente (por suerte). La prueba clara de que esto es así es sencillamente esta publicación en mi blog, en la cual no hago más que relevar una visión sobre el mundo (o mi mundo, mejor dicho) que jamás logrará ilustrarle a quienes la lean, la verdadera forma, la esencia de la percepción. Frustrante pero a la vez, un alivio, saber que la esencia de las cosas no es cognoscible, por lo menos, en la vida terrenal.  

miércoles, 27 de marzo de 2013

El ritmo


http://www.youtube.com/watch?v=reNS4wFLZkY

En el mundo cinematográfico, y más detalladamente, en el montaje, el ritmo es clave. La forma y velocidad con la cual aparezcan y se retiren las imágenes, se fundan y produzcan (o no) una sensación de continuidad, será precisamente lo que determinará la atención del espectador. Lo que posibilitará el futuro encantamiento, ese instante de magia y abstracción que solamente se da cuando nos enamoramos profundamente de una película.
Todo lo que hacemos está regido por una suerte de velocidad. Ese compás que seguimos no es lineal ni siempre posee la misma intensidad; por el contrario, fluctúa constantemente y puede que lo vayamos notando cada vez menos (o más, dependiendo de nuestra conciencia como seres humanos).


He notado que el ritmo es un factor de suma importancia en nuestras vidas porque actúa como una especie de propulsor. Lo que nos motiva. Quien no tenga aspiraciones, y posea una vida que carezca completamente de sentido porque no encuentra nada que lo atraiga, obviamente tendrá un ritmo lento, desconcertado, errático, y hasta irritante y molesto para aquellos que viven apurados y se crucen con éstos que viven cómodamente en su letargo. Distinto de aquellos cuya excitación no les permite parar la pelota un segundo, mirar alrededor y ver cómo están parados. 


En las relaciones de pareja, es más clara aún su importancia; para que verdaderamente se concrete ese amor profundo, deseado, es necesario que ambos ritmos confluyan en uno mismo. Esto es, ciertamente, causa de mis desvelos: ¿por qué no se puede querer igual, de la misma forma, con la misma fuerza, las mismas ganas y al mismo tiempo entre dos personas? Porque van a ritmos distintos. Nuestros propios compases van en diferido y por culpa de este insignificante detalle puede que salgamos con un corazón roto. El ritmo del amor es uno sólo cuando se sintoniza y me pregunto sin llegar jamás a una respuesta satisfactoria: ¿de qué depende ese ritmo? ¿De qué dependen su constancia, su alteración o su cambio radical? 

domingo, 24 de marzo de 2013


Ayer fui a la ESMA por primera vez. Es curioso, porque durante todos estos años, pasé miles de veces pero jamás entré. La reja principal estaba cerrada. La que da al edificio central, ese, cuya fachada por demás conocemos. Por eso es que caminé unos metros más a la derecha y di con una recepción digna de un parque nacional.
“Escuela Mecánica de la Armada”. Reconozco que mucho antes de siquiera tener una aproximada idea de lo que había sido el golpe de estado de 1976 en la Argentina, ese lugar siempre me dio escalofríos. Supongo que es lo que le sucede a todos al pasar por ahí. Realizar un ejercicio de empatía inmediato y pensar en lo terrible que pudo haber sido estar detenido, privado de libertad, siendo sometido a torturas   y demás aberraciones. Un lugar en el que sabemos que pasaron cosas feas.  Siendo del partido político que seas, opines lo que opines, el lugar está profundamente cargado de sentido, un sentido del cual resulta imposible desligarse cuando estás ahí. Sin ser, desafortunadamente, el único centro clandestino de detención que existió, creo que este en particular, quizás por su extensión territorial, por su tamaño, impone cierto respeto. Ese tipo de respeto que se le tiene a lo que se le teme.
Esta era una tarde de sábado, en la cual no se filtraba mucho el ruido de los autos sobre la Av. Del Libertador. Caminé esas callecitas internas del predio como a la espera de algo. No puedo definir bien qué. Quizás pretendía que los árboles, la quietud, me revelaran algún misterio, algún secreto que me ayudara a comprender y organizar mis ideas. O quizás era sólo mi ansiedad. Se respiraba una aparente calma pero, a la vez, aquel silencio cargaba consigo algo perturbador, molesto; algo que no hace falta decir y que es compartido por todos.
Quería conocer este lugar, ver las exposiciones que daban en el “Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti”. Esa misma tarde se inauguraban unas cuantas muestras, pero las más importantes eran la de León Ferrari y Lucila Quieto. Me paseé por los recintos de este pulcro edificio blanco, moderno y adecuado a los cánones que respetan las exposiciones de arte: una decoración minimalista, salas extensas colmadas de gente que habla sosteniendo una copa, fotógrafos intentando capturar momentos de frescura y espontaneidad, amigos que se reencuentran, y por supuesto, las aclamadas obras, que escrutan la escena colgadas desde sus incómodos ganchos en las paredes. Parecía un ambiente sacado de contexto. Entrar ahí ya no era lo mismo que estar afuera, definitivamente. Por momentos uno lograba olvidar dónde se encontraba.
Yo seguía a la espera de ese algo, y por lo tanto, abandoné el espacio cultural para proseguir en mi exploración. No sé si finalmente encontré eso que buscaba, pero sí que fue una tarde distinta. Seguí caminando y me topé con otro edificio, esta vez mucho menos cuidado en su estética. Con la pintura blanca descascarada, los pastos crecidos a su alrededor. Aquí ya se vivía otro clima, era otro el rango etario el que lo poblaba. Resultaba ser un plenario de estudiantes de secundario de todo el país, chicos militantes de La Cámpora. Entré. No sé por qué lo hice. Por curiosidad, tal vez. Nunca había presenciado un evento de estos. Y fue el extrañamiento por definición. Pocas veces me sentí tan intrusa y a la vez tan sola. Debía ser la única de todos esos pibes jóvenes que no estaba ahí más que por el mero azar. No había casi nada de luz y el humo del cigarrillo se apoderaba del ambiente. Remeras políticas por todas partes. Negras o blancas cuyas inscripciones rezaban el lugar de procedencia de los jóvenes. En algunos casos decía “La cámpora”, en otros “Unidos y organizados”. Predominaban las banderas con la insignia característica de la agrupación y la atención se centraba en un escenario improvisado sobre el cual se erigía una bandera con la cara en tamaño gigante de Néstor Kirchner. Los chicos estaban organizándose para proyectar un video sobre una tela blanca y me quedé a ver cómo se desenvolvía el acto. Miré para arriba, hacia ambos costados había balcones, y me figuré las clásicas escenas de terror que hemos visto en películas como “La noche de los lápices” o “Garage Olimpo”. Me subía un frío por el cuello. Volví mi atención hacia los chicos. Escuché sus aplausos, sus gritos eufóricos y apasionados cuando Néstor o Cristina proyectados en la imagen decían algo que los conmovía.  Agitaban sus brazos con los dedos haciendo la “V” peronista. Todos a la vez, en un acto de hermandad, de unanimidad, de compartir un mismo código. Al rato me fui de allí también, comprendiendo que lo que había visto era una de las distintas formas de recordar el aniversario del golpe: militando, según ellos, por una patria de todos y para todos.
Mi manera de recordar, de hacer memoria, no consistió ni en la contemplación de las provocativas obras de Ferrari, ni tampoco en el ejercicio de una militancia partidaria porque no comulgo con eso. El grueso de la experiencia estuvo en esos momentos de caminata por las calles internas, tan solitarias, de la Ex ESMA. En el silencio, ese acuerdo tácito que todos comparten como la manera de hacer un homenaje. Y finalmente comprendí que la inquietud que allí se percibe, la intensidad de ese paisaje, pone en evidencia una sola cosa: el temor que nos genera entender que existe la maldad humana. 

miércoles, 20 de marzo de 2013

Recuerdos

San Vincente, Diciembre, 1996.

Recuerdo perfectamente ese día. El de la foto. Recuerdo a la familia en masa caminando por el campo del Abuelo en San Vicente. Recuerdo que la idea era que el futuro nuevo miembro de la familia, mi tío yankee, Adam, conociera en profundidad nuestro gran tesoro familiar.  Recuerdo que por ese entonces era habitual ir para allá todos los 25 de diciembre para festejar la navidad al aire libre, recibiendo los regalos que siempre solían ser unos peluches increíbles comprados en Estados Unidos, los personajes de los 101 Dálmatas que a mi prima Flor y a mí nos encantaban. Recuerdo que el mediodía comenzaba con un gran almuerzo en una mesa larga. Había pollo, ravioles, pan Fargo (blanco), Coca-Cola, y Ades de manzana. Las comidas en lo de mis abuelos siempre se caracterizaron por esa inconcebible mezcla de sabores que reunía en un plato una milanesa y una ración de pastas bien abundante. Siempre fue así, y por eso es que hoy no me resulta extraño que siga pasando. Sigo recordando. Después de comer salíamos a jugar. Con los perritos, o con algún chiche nuevo que hubieran comprado los tíos afuera. Recuerdo el guante amarillo y rojo de "Friskies", una marca de comida para gatos, con el que le rascábamos el lomo a Chimi, el perro más genio que conocí en mi vida. No era un perro cualquiera, tenía ojos de humano. Te miraba y realmente te hablaba el muy hijo de puta. Nunca quise tanto a un animal como a Chimi. Por eso fue que cuando murió, llevé un duelo incesante en el cual no se lo podía ni nombrar. Y sí por azar, a alguien se le escapaba, me mordía fuerte los labios, abandonaba la habitación y me largaba a llorar. Con el tiempo lo superé. Como todo en la vida se supera. Vuelvo al 96. Al día de la foto a caballito de mamá. Es una foto hermosa, porque ella salió divina. Feliz y jovial. Fresca. Fuerte. Cargándome en sus espaldas. Recuerdo que me encontraba particularmente chinchuda en ese momento, porque, si observan con atención, no llevaba el calzado adecuado. Tenía los piecitos todos pinchados por los abrojos y pastitos secos que se me metían entre las tiritas de los zapatos marca Toot. Recuerdo que lloré. Porque estaba cansada de caminar. Me dolían las piernas. Quería que volviéramos a la casa, a dibujar con mi tía Olguita, con mi mamá, con Flor, mientras los hombres jugaban al fútbol, que igual siempre terminábamos acoplándonos a ellos para concluir la tarde en un partido mixto. Y veo la foto y de pronto vienen todos esos recuerdos, como una oleada irrefrenable, desorganizada, repleta de detalles y de baches, lagunas, ausencias y algunas pequeñas alteraciones. Recuerdos míos, de esa nena con flequillo rolinga y calcitas ajustadas cuadrillé blanco y negro. Esa calza siempre me hacía pensar en el logo de Cartoon Network. Me ajustaba mucho y me marcaba los rollitos, porque cuando era chica, supe ser gordita. No duró mucho, igual. ya en primer grado pegué ese estirón que me llevó a medir este metro, 77 cm, que soy hoy.
Los recuerdos son importantes. A la larga, es lo único que nos queda. Lo malo es cuando son idealizados y cualquier comparación con el presente resulta angustiosa y nostálgica. Habría que encontrar el equilibrio, el sano equilibrio. La habilidad de poder viajar hacia ellos, desmenuzarlos y volver a vivir, pero sin que eso nos cueste un dolor profundo.  Estoy laburando en eso. No es fácil, pero por lo menos, trato.

lunes, 18 de marzo de 2013

Llorar en el colectivo.

      (Jamás me tomo el 152. Pero el dibujito me pareció simpático)
No debo ser la única a la que le pasa. Llorar es algo natural y manejarse en el transporte público, también. Me imagino que varios de ustedes se han visto inmersos en esta por demás incómoda situación, que es la de lagrimear en pleno bondi. Me sucedió hoy. Una de las tantas veces. Generalmente no me importa mucho si me ven, eso sí, un poco intento disimularlo, pero es una situación en la que me encuentro a menudo y hasta podría afirmar que, en el momento que tengo que emprender el camino de vuelta a casa, es cuando más propensa me encuentro a disponerme a llorar.
Hoy particularmente no lloraba por nada que merezca la pena contar. La diferencia de hoy a los otros días es que se me dio por reflexionar acerca de esta dramática secuencia, en la que un promedio de 20 seres humanos que se encuentran encerrados en un mismo recinto (los cuales juegan cuidadosamente sus roles, preservando fachadas o exacerbándolas), presencia la ruptura de la calma y la ecuanimidad de otro ser vivo.
Admito que llorar es algo que me sale fácil. Calculo que por ser mujer, no se me condena tanto socialmente por hacerlo y por eso me doy tantas libertades y lo hago públicamente. Es que hay veces que no lo puedo evitar, y me empiezan a brotar lágrimas a granel como si fuera la más desdichada de toda la humanidad. Igual, yo no creo que el llanto sea proporcional al sufrimiento. A veces lloramos de puro gusto y es necesario. Cierta culpa nos da, supongo, derrochar energía en esta actividad que siempre se asocia a algo realmente malo que la está sucediendo a una persona.
Lloramos por angustia, pero para mí el motivo más recurrente en el llanto es el vacío. El vacío que deja la ausencia de algo, el vacío de no sentirnos plenos con nosotros mismos, el vacío que genera el miedo. Y es difícil ocultar todo eso durante la cotidianidad, por eso no me parece tan extraño ver gente llorando en el transporte público. Me corrijo: es algo completamente común que no debería resultarnos llamativo pero de todas formas nos impacta, nos shockea. Una vez me pasó de estar viajando en el subte y ver a una chica llorando realmente desconsolada. Sola. Miraba a la luz y los ojos se le convertían en vidrio. Respiraba, espasmódicamente, bajaba la cabeza, y seguía. Efectivamente, me transmitió su tristeza. Me sentí culpable de no poder ayudarla, porque la barrera que su llanto levantaba entre ella y nosotros, los demás pasajeros, era tan fuerte que ninguno se atrevía a decirle: -“Eu, ¿querés una carilina?”. Nada. Nadie se animaba, todos se hacían los boludos y miraban para otro lado. En ese momento me angustié, me dio mucha pena la chica. Pero ahora comprendo que no es para tanto, que quizás ella lo necesitaba y ese rato, ese viaje en subte en los vagones de la línea A, fue su momento de catarsis, lo que tanto esperó durante el día y finalmente llegó, su descargo, su paz.
No hay nada peor que querer llorar y no poder. Me pasó una vez. También en el subte. Venía de recibir una noticia que me había dejado bastante por el suelo, pero todavía me quedaba un viajecito de unos 30, 40 minutos. La piloteé mientras caminaba por la calle pero lo que más deseaba en el mundo era llegar a casa y que estuviera mi mamá para abrazarme y consolarme en mi dolor. Resulta que en el subte no me daba la cara para ponerme a armar una escena y me contuve unas cuantas estaciones. Creo que ni me puse los auriculares porque realmente cualquier canción hubiese sido devastadora (hasta la más simpática cumbia). Llegó un momento en el cual me desprendí de todo tapujo y dije: “Ya fue, ¿quién me va a estar mirando?”. Cuando estaba totalmente convencida de ponerme a moquear como Dios manda, levanto la mirada y un compañero de la primaria me saluda con su mejor exultante y complaciente sonrisa. –“¡¡Jose!! ¿Cómo andas tanto tiempo?, ¡qué alegría verte!” Lisa y llanamente me quise pegar un tiro. Digamos que no duró mucho la conversación, habrán sido 2 estaciones, media, a lo sumo. Recuerdo que mi viejo amigo me preguntó: “Tus cosas, ¿bien?”. Justamente, mis cosas eran las que andaban para la mierda y no tenía ni ganas de siquiera fingir que estaba contenta. Pero lo hice, y supongo que el muchacho nunca se enteró.