lunes, 23 de septiembre de 2013

La voluntad de vivir mal

Había empezado a escribir esta nueva entrada y me detuve para dejarle la computadora a mi mamá que quería ver una "cosita rápida" en internet. A veces me sorprende mi ingenuidad. O mejor dicho, mi descuido. Era obvio que me iba a cerrar las pestañas que dejé abiertas y se iba a perder, para toda la eternidad, el comienzo de mi para nada brillante texto. Está bien, me lo merezco por poco precavida. Aunque pienso que tal vez fue mejor así para todos. Que yo tuviera que volver a redactar otra vez tras este pequeño incidente casero, me dio un tiempo para reorganizar más eficazmente lo que quería y todavía quiero decir.
A ver cómo retomo... La idea inicial consiste en describir una sensación que me asalta con muchísima frecuencia, la cual puedo describir muy bien pero me cuesta rotular bajo una denominación totalizadora. Quizás a lo largo de la escritura encuentre alguna forma de llamarla que me complazca, ya veremos. 
Estoy segura de que la experimentaste alguna vez, o de que te pasa como a mí que se me aparece casi todos los días de la vida (especialmente cuando ando muy malhumorada). Anoche no me podía dormir y di mil vueltas en la cama sintiéndome abrazada de pies a cabeza por ella. Podría emparentársela con la frustración reiterada o el hastío, pero me quedaría corta si me limito a estas dos ya que se trata de algo más complejo. Tiene cosas de ambas pero se le adiciona muy impertinentemente un sentimiento positivo que es el de la esperanza. Y quizás es ahí mismo en donde reside su peculiaridad. La voluntad de vivir de la cual hablaba Arthur Schopenahuer, la mayor condena del ser humano, ya que el deseo mismo produce dolor. Él parte de la premisa que el vivir está fatalmente vinculado con el sufrimiento. Desde el primer instante de vida y así para siempre. Para llegar a esta idea previamente se hizo una pregunta que consistía en dilucidar qué es la felicidad. Para Schopenahuer la felicidad es la liberación, que se produce sólo de ratitos y dura poco. Es experimentar el arrebato de la vida por fuera del yo corporal; liberarse de las coordenadas de tiempo y espacio. En su obra "El mundo como voluntad y representación", el filósofo alemán sostiene que fuera de la encarnación nada tiene sentido ya que en el universo todo es una representación. Lo único que le imprime sentido a la existencia, si es que este sentido se descubre alguna vez, es la voluntad, es decir, el deseo, la pulsión. Y en verdad, lo que produce la frustración no es el deseo mismo, sino las restricciones que el mundo le impone.
Si es que entendí bien al bueno de Arthur, estoy totalmente de acuerdo con esta idea de que vivir es sufrir, y desear, hasta en los momentos límite, es peor aún que no tener esperanza alguna. No es casual que me haya atraído la obra de uno de los representantes más importantes del pesimismo filosófico, yo tengo ese costado medio emo que me encanta alimentar cada tanto. Lo que me pasó anoche mientras trataba de conciliar el sueño, era que me encontraba reflexionando sobre las mismas cosas de siempre, las frustraciones de la cotidianidad, los proyectos postergados y tenía una representación visual de esta sensación muy gráfica, similar a cuando en los dibujitos se muere alguno y el "espíritu" se le sale del cuerpo y camina dejando al mismo yaciendo horizontal. En mi imagen no es que yo esté muerta, ese espíritu sale de mi cuerpo; pero se queda a medio camino, como que tiene ganas de liberarse, de ser feliz, de salir a buscar qué se yo qué, y a mitad del trayecto vuelve a acostarse para dejar todo quietecito, todo como estaba antes. 
Me pasa esto siempre. Me cruzo con las mismas dificultades y el entorno me desalienta. Ahí es cuando experimento la famosa sensación: uno se frustra pero lo peor no es eso, sino el hecho de que no es una opción quedarse frustrado, boca abajo, horizontal para siempre; en algún momento hay que salir y tener la voluntad bien lustrada, la energía nueva como si no existiera el pasado. Es desgano, fiaca, bronca. Pero lo peor es la maldita pulsión de que todo tiene que ser mejor, porque ¿cómo la vida va a ser lisa y llanamente una mierda? No, no puede ser.  

domingo, 15 de septiembre de 2013

La niña detrás de la cámara - Entrevista a Inés Ulanovsky

Por Josefina Marino

Es viernes a la tarde y quedé en encontrarme con ella en algún lugar cercano a la intersección de las calles Gascón y Avenida Córdoba, a las 15.30. Tras un mensaje vía Whatsapp, mi entrevistada me confirma que la cita será en un café que queda al lado del Sanatorio Güemes. Me dirijo hacia allá y cuando llego a la esquina la veo hablando por teléfono celular. Dudo un momento si es ella (jamás nos vimos en persona), pero al instante descubro que no puede ser otra que la fotógrafa Inés Ulanovsky.
Proviene de una familia en la cual el periodismo y el contacto con los medios se respiraba en cada rincón de la casa. Hija del gran Carlos Ulanovsky y de la reconocida Marta Merkin,  Inés se luce desde muy jovencita como fotógrafa y se desempeña con mucho éxito y calidad.  Es innegable que todos sus trabajos llevan su marca personal, una impronta que combina el talento y la frescura de lo inesperado. “Yo cuando saco fotos no intento nada porque siento que se perdería un poco esa cosa mágica que tiene la foto. Es medio misterioso lo que pasa con la fotografía. Tiene un elemento mágico, tiene que ver con la intuición”. Y esto es muy cierto, su discurso se corresponde con el camino que llevó desde los primeros pasos de su formación.

- Contame cómo fue tu formación, qué estudios y trabajos tuviste.
- Para empezar a hablar de mi formación debería hablar de mis influencias, que es que mi mamá era fotógrafa, y yo la acompañaba desde muy chiquita.  El mundo de la fotografía me gustaba mucho. El laboratorio blanco y negro y eso que pasaba ahí que era como muy mágico, en donde aparecían las imágenes de la nada.  A los 14 años empecé a estudiar con Andy Goldstein, hice la carrera de fotoperiodismo de TEA, después estudié Diseño de Imagen y Sonido en la UBA y en la mitad de la carrera empecé a trabajar en Clarín, en la parte de fotografía.  Estuve 3 años en el departamento de edición y esa fue una parte muy importante de mi vida. Yo ahí tenía que ver los rollos de los fotógrafos (a los cuales admiraba) y elegir las fotos para notas. Trabajaba para suplementos, y también para el cuerpo del diario. Aprendí un montón del oficio,  a ver cómo fotografiaban los más grandes y aprendí a trabajar con mucho stress y con la necesidad de cerrar diarios. Fue un gran aprendizaje, no había mucho margen para equivocarse ni para fallar, ni para preguntarse cómo había que resolver. Fue muy útil trabajar en equipo con un deadline, con un cierre, ser parte de una cadena.
Tuve que dejar la carrera ya que trabaja muchísimas horas en el diario al principio. Fue mi primer trabajo con relación de dependencia y estaba muy deslumbrada por el mundo profesional. Hice un poco más de la mitad de la carrera pero lo que me pasaba es que en la facultad veía todo desde la teoría y en el diario ponía en práctica todas las cosas que aprendía. Pienso que en su momento le faltaba un poco dirección, era una carrera medio hibrida. Pero de todas formas el paso por la UBA fue importante. Yo creo que tiene una cosa que va más allá de la formación estrictamente académica. A mí me sirvió.

- ¿Cómo era la vida en la casa de los Ulanovsky?
- La vida cotidiana era linda e interesante. Siempre los veía trabajando muy apasionados. Me gustaba mucho acompañarlos a los dos a sus trabajos. Cuando vivimos en México (del ‘77 al ‘83) lo acompañaba mucho a mi papá a su trabajo en una revista del Instituto Nacional del Consumidor. Y después, cuando volvimos, él empezó a trabajar en Clarín y me gustaba acompañarlo los domingos, porque trabajaba los domingos. Me parecía muy divertido ese mundo, tenía esa cosa bohemia, los veía a los periodistas trabajando con la máquina de escribir, tomando café, me gustaba, me parecía algo muy interesante.

- ¿Siempre supiste que querías ser fotógrafa?
- Digamos que sí. Lo que más me gustaba de la fotografía,  en realidad, era la imagen del fotógrafo. No tanto me gustaba la idea de sacar fotos  sino más bien el cargar con el bolso, tener un equipo, el flash, el trípode. No tanto la del periodista, que es más quieto, más estático. Yo lo veía trabajando a mi papá horas y horas, sentado en la silla. El trabajo de mi mamá, que tenía que salir todo el tiempo,  era cada día distinto y me atraía más.

- De todas formas demostraste tener interés por la escritura, ya que publicaste un libro llamado “Algunas madres también se mueren”, dedicado a tu madre. ¿Cómo fue eso?
- La escritura fue algo que siempre me costó un montón.  Mi papá siempre me decía que yo iba a ser periodista porque siempre hacía muy buenas preguntas, o interesantes al menos, desde muy chiquita,  que era muy curiosa. Yo siempre le decía que no. No me salía.
A partir de que murió mi mamá en 2005, tuve una necesidad que fue más grande que mi propio prejuicio: la de ponerme a escribir sobre esa experiencia tan dolorosa, tan repentina porque se enfermó de cáncer y murió a los 3 meses. Entonces escribí este libro, “Algunas madres también se mueren”, que es como un crónica sobre ese momento y también es una reflexión sobre el vínculo que tuve con ella y cómo es convertirse en madre.

Inés habla con mucha naturalidad de la historia y de su rica trayectoria. Sin embargo, cuando le pregunto por una cosa puntual, una anécdota tan increíble como espectacular que a continuación me va a desarrollar, noto que su pasión por la fotografía trasciende el mero gusto y tiene un valor mayor. Ella sabe que las fotos tienen algo mágico, en el sentido más literal de la palabra. Y lo sabe, precisamente, por lo que le pasó:

“A los 19 años yo estaba estudiando fotografía  Me daba vergüenza sacar fotos en la calle, había algo de enfrentar a la gente desconocida que me daba vergüenza,  y por eso empecé a sacar  fotos desde la ventana de mi pieza. Nosotros vivíamos en la esquina de la AMIA el día que explotó la bomba. Estábamos todos en casa y por suerte no nos pasó nada, pero la casa se destruyó. Cada uno estaba en un lugar protegido de casualidad.  Al ratito de la explosión, tuve la necesidad de sacar fotos. Saqué fotos a mi habitación, recuerdo la sensación no poder poner el rollo en la cámara, de estar temblando de miedo, tardaba bastante en resolver esto. Hice algunas fotos de mi pieza que estaba completamente llena de vidrios, tenía un pez en una pecera que había estallado en pedazos. Fue como una escena de película, tremenda.  La sensación era de tal sorpresa y fue una especie de necesidad la de registrar todo eso que era muy raro. Con mi mamá decíamos: ¡Saquemos fotos de esto que no se puede creer! Yo bajé y empecé a ver cosas muy feas, heridos, gente llorando. Era el 18 de julio y hacía mucho frío, y nosotros con todas las ventanas rotas. Escuchábamos sirenas. Ahí saqué algunas fotos desde mi ventana. Cada año, cada aniversario hacían ahí un acto en conmemoración y yo seguí sacando fotos pero como una especie de registro personal del cambio de rutina que sufría el barrio.
Dentro de esas fotos, yo saqué una de un fotógrafo en el edificio de en frente en julio de 1997.
En 2003 yo me compré un scanner de negativos y me empezó a dar curiosidad qué había sacado antes. Empiezo a ver uno por uno mis sobres con archivos. Uno de ellos decía” AMIA 1997”. Como mi trabajo en Clarín consistía en ver negativos, yo ya tenía el ojo muy entrenado. Tenia una lupa, lo miré contra la ventana y me pareció que lo conocía. El primer fotograma era un grupo de gente en la terraza del edifico de enfrente, en el segundo fotograma se ve a un fotógrafo desde bastante lejos sacando una foto, y en el tercero está el mismo fotógrafo pero más de cerca (se ve que había agarrado el teleobjetivo). Cuando lo veo me parece reconocer al fotógrafo y cuando lo escaneo efectivamente descubro que era mi marido el de la foto. Mi marido es Diego Levy, fotógrafo también,  a quien conocí 8 meses después en Clarín. Cuando descubro esa situación no lo podía creer. Él volvió a casa ese día y me dijo que sí, que efectivamente había estado ahí.”

A quien no se le erice la piel con esta anécdota, le recomiendo que se haga ver por un psicoanalista con urgencia. Estremece el poder las sincronicidades, el mal llamado “destino”, y supongo que lo que más nos maravilla aún es la ingenuidad con la cual vamos por la vida antes de saber que estas cosas están por pasarnos. Lo que demuestra que lo que nos sucede, es totalmente impredecible, que somos los simples títeres de nuestra propia existencia. Y esta bellísima casualidad disparó en Inés el deseo de difundir estos pequeños milagros.
                                                            
La famosa foto


- ¿Cuál fue tu reacción al darte cuenta de que habías fotografiado a tu marido antes de siquiera conocerlo?  
- Fue mucha la sorpresa y la emoción. Algo realmente increíble me había sucedido. A partir de eso decidí hacer una convocatoria para este tipo de historias, me pareció que debía haber un montón que merecían ser contadas así que abrí una página de Facebook (Facebook: historiasdefotos) para que la gente me las comparta. Y tuve muchísima respuesta,  la gente se entusiasmó con la iniciativa. Me gustaría hacer un libro y compilarlas todas.

- Y ¿qué considerás que tiene que tener una buena foto?
-
Cuando a mí me gustan, es porque son fotos que me atraviesan y que no sé por qué me conmueven y me impresionan. Me impactan, me dicen algo, me intrigan. Es completamente subjetivo.  Busco cosas específicas. A veces mi hijo de 7, o mi hija de 4, sacan fotos con el celular y las veo y pienso: ¡qué fotones!,  porque lo que están haciendo es registrar algo que a ellos les interesa y a veces descubro en esa mirada algo muy interesante. No soy tan fan de la perfección de la técnica y de la luz, cuando las fotografías están demasiado pensadas o planificadas me aburren.

- Por último,  foto(s) que sea(n) significativa(s) para vos, que te hayan marcado:
- Hay una foto que me sacó mi mamá cuando yo tenía 3 o 4 años que lo que se ve  es que estoy a contraluz contra una ventana. La sensación que da es de mucho peligro, como si yo me estuviera por tirar o caer. Lo que me pasó con esa foto es que siempre me pareció que yo estaba sola. Fue una de las primeras fotos que desde muy chica me trasmitió sensaciones intensas.
Después hay otra que es muy linda  que nos sacó un amigo de mi mamá. Estamos las dos juntas y es maravillosa porque estamos exactamente iguales.

Concluyo esta amena charla con una mujer que realmente demuestra ser una verdadera apasionada por su trabajo, y pienso que la pasión es un elemento esencial para el desarrollo de nuestras actividades. Sin ella todo se desmorona, todo es ficción. Quizás esta forma de encarar la profesión  se le atribuya al ejemplo de su madre, quien evidentemente ha sido y sigue siendo de una importancia crucial en la vida de Inés. 

Dicen que la infancia es el momento más importante en la vida de un ser humano. Que de chicos somos esponjas y todo nos afecta, todo lo que nos rodea abona a la construcción del adulto que en el futuro seremos. Esos acontecimientos serán los primeros fotogramas en el rollo de nuestra personalidad. Y realmente resulta grato evidenciar en Inés, la presencia intacta, al día de hoy, de esa nena que miraba con admiración a su mamá a través del visor de una máquina fotográfica.