jueves, 30 de octubre de 2014

Ausencia presente

Patti boludeando con la cámara.
Una foto es una presencia y una ausencia a la vez. La presencia de quien es retratado es la que pareciera definir la identidad de la instantánea. Sin embargo, quien la toma, y todo lo que pertenece al fuera de campo, está ahí, participando de la escena con menor, igual o mayor protagonismo. No importa el grado de notoriedad de esa ausencia. Siempre va a estar.

Hay quienes dicen que para que la foto sea buena el fotógrafo se tiene que hacer invisible. Yo pienso que qué tal si invertimos esa premisa y aceptamos que quien está detrás de la cámara nunca desaparece. Que es una falacia pretender borrar las huellas de quien dispara el obturador.

Me detuve a mirar una, mía, en la que el fuera de campo, representa el todo. Por lo menos para mí. El sentido de esta imagen cobra vigor gracias a esa ausencia presente que constituye la esencia de todo lo dispuesto en ese recuadro. Mi expresión, mi cuerpo, mi pelo. La escenografía misma, está embebida de esta impronta ajena que se siente con brutal impacto. 
Yo la miro y no me veo a mí sino a quien la sacó. Lo que me lleva a encarar una redefinición de conceptos, de estos  y de tantos otros, ya que estoy. Pero por ahora me limito nomás a “ausencia” y “presencia”.

Pienso que la ausencia no existe. Que es pura presencia y por lo tanto, si todo es presencia, nada lo es. Si la primera constituye a la segunda, la nutre, la conforma, entonces qué es lo que no está sino mas que la estela que dejó sobre lo que ahora vemos. ¿Lo que ahora vemos es el presente?  ¿O es como cuando nos dicen que al mirar las estrellas en verdad las estamos viendo hace no sé cuántos años luz y que ya murieron y es todo re triste?

Lo ausente estuvo en algún momento, si no no sabríamos detectar que no está más. Supo estar y supo ser, y a su manera, va a seguir existiendo. Por lo cual infiero que lo ausente es nada más y nada menos que lo desconocido. Y lo presente es un simple disfraz, una mera ilusión.

sábado, 18 de octubre de 2014

Inventemos un espacio, cómodo, agradable, al que nos guste llegar. Visualicémoslo como un cuarto pequeño en el que sólo cabe una persona con absoluta comodidad. Una habitación que no goce de lujos más que aquellos que reconfortan el espíritu, los que le hacen caricias, lo miman, lo acompañan y ayudan. Este lugar tiene paredes blancas y en ellas hay fotos colgadas con todos esos momentos felices que nos dio la amistad, el amor, la entrega y la ternura. Hay sonrisas. Genuinas todas, que no hacen otra cosa que traslucir belleza. Ahuyentan el temor, lo hacen desaparecer y lo debilitan. En el suelo hay una alfombra de plumas. Suave, que hace cosquillas en nuestros pies descalzos. 

No necesitamos más que esto, un lugar chiquito pero luminoso, con nuestros discos preferidos al alcance, disponibles para experimentar los placeres más hermosos que evoca la música.
En este lugar hay un inmenso deseo de vivir. Allí la vida no es posible pero sí es un espacio de reflexión para la misma. Para salir a enfrentarla con más valor, conciencia y deseo. Con mayor bondad e inteligencia, sin exigirse la perfección. En este rincón se cultivan tanto la paciencia, como la compasión y la tolerancia. A su vez se afianzan las propias convicciones y la duda es simplemente una herramienta que nutre la cosmovisión de uno sin hacerla tambalear. 
Es un lugar que nos protege del afuera cuando se torna insoportable y también para cuando el yo pierde el eje y necesita relativizar lo que le ocurre.



domingo, 24 de agosto de 2014

Te busco, pero no te encuentro.  Te simulo, te disfrazo, te invento, te anhelo. No estás. No sos vos, sino yo queriendo vivirte con naturalidad. Mas es en vano porque nunca serás como yo te pienso y te creo. Sos como no sé qué serás y por eso es que persisto en alcanzarte. Te corro, me obsesiono, necesito descansar y respirar, para seguir corriendo. A veces creo que no te necesito, o que ya te tengo. No. Estás lejos, si es que estás. Y tal vez en ese ir y venir, en el trajín de creer que te conozco o de que creo saber cómo obtenerte, me encuentro extrañamente cómoda, holgada y hasta a veces, feliz. ¿Qué pasará el día que te encuentre? Probablemente será raro porque no estaré consciente de que al final existías. De que te alcancé y descubrí tu sagrado escondite. Y será confuso porque creeré que tengo que seguir buscándote cuando en verdad estarás delante mío riéndote a viva voz. 

martes, 12 de agosto de 2014

Quien escribe sobre sí mismo

Dibujo: Luli Adano
No tengo un bloqueo creativo porque ni siquiera lo intento. Miro a mi alrededor y me encuentro plagada de estímulos. Miles de objetos vistosos, libros interesantes, situaciones, escenarios y personajes atractivos. Y aún así: nada. No hago nada. Siempre espero que por acumulación me gane el hastío y desde allí comenzar a criticar. O la crítica siempre está, pero materializada de diversas formas.
Creo que sí hay momentos en los que estoy a gusto conmigo, pero esa dicha responde a impulsos banales, insolventes y efímeros. Nunca hay un sentimiento de realización pero porque no hay esfuerzo. No lo intento siquiera.
Tengo frío. Entra un poco de viento por la endija de la ventana mal cerrada. Me estremezco y siento la piel de gallina por debajo de las leggins color verde que llevo puestas.
Me quiero, por eso escribo. Porque quiero mejorar. Y si bien en el fondo siento que nunca voy a estar contenta con lo que hago, hay una persistente ilusión que fomenta el cambio, el cuestionamiento, que pide a gritos que se termine la boludez y emerja lo puro y lo lindo que hay dentro.
No es fácil lograr la constancia. Eso lo sé muy bien. Quizás vivir sea ir corriendo detrás del deseo hasta nunca concretarlo. O como sea, es el deseo mismo el que se corre.
El impulso positivo existe, la voluntad de vivir bien. No debería haber tanta crítica en el momento de debilidad. Gracias a ella me doy cuenta de que tengo que cambiar. Y cada vez quiero que el cambio sea para siempre. Si fuese así sería aburrido, no habría novedad ni replanteo. Lo que me molesta mucho en verdad es el disparador de estos impulsos de cambio. Tienen que ver con la debilidad y con aquello que se quiere ocultar, que no quiero admitir que me importa. Que lastima porque humilla y porque según las representaciones erradas que hago de la realidad, está mal seguir acarreando problemas que tienen tanto olor a viejo que ni siquiera pueden llamarse problemas. Viejos conflictos. Miserables. Que reflotan la debilidad y la actualizan como si se hubiera gestado ayer.
Escribir hace bien. Siempre. Se siente como hacer las paces. Relaja, quita el foco del veneno. Habría que escribir las 24 horas del día. Nadie lo leería después, pero no me importa.
Busco y busco y mi fantasía me dice que sí es posible lograr la claridad sin ayuda de nadie. Volviendo a escuchar esas frases salvadoras que nos repetimos para estar mejor. Esos razonamientos que van por el buen camino, el camino del bien, que a veces es tan sinuoso y promete llevarnos a ninguna parte. 
Superarse no es encontrar una verdad esclarecedora que nazca de la mismísima nada. Tiene que ver con volver a escuchar lo que ya está sonando y darle sentido en la actualidad. Que no humillen las miserias, allí mismo suena la verdad con toda su furia y sus ansias de ser conocida y disfrutada. De cara a la humillación está el placer y el gusto de ser quien uno es. 
Quien escribe sobre sí mismo, sobre su propio dolor, es un egoísta. Pero no es sobre éste/a, en este caso, yo misma, que hay que poner el acento. Prefiero pensar en vos, que estás leyendo. 
Porque leer es conocer una fracción del pensamiento del otro. Editado, tamizado y procesado, pero es su pensamiento al fin. Y el interesarse por el otro es, y siempre será, el gesto altruista por definición.

domingo, 13 de julio de 2014

Vacíos*



Hoy hace 12 años se moría mi abuelo. Así que, si me preguntan, tengo recuerdos de un 13 de julio muchísimo más triste que este. Aquel sábado de 2002, que nos quedamos con mi papá y mi hermano viendo películas, aguardando el llamado final de mamá que estaba en la clínica, fue de una angustia y un temor incomparable. Yo era chiquita y me encontraba por primera vez con la muerte, que se llevaba de manera apresurada a una de las personas que más quería. Fue espantoso y no encontraba consuelo. Porque la enfermedad tuvo su desenlace en un mes; Tito tenía 72 años y podría haber vivido mucho más. Hubiese sido justo.

Nuevamente estoy triste un 13 de julio. Pero el motivo ahora es que la Selección Argentina perdió la final de la Copa del Mundo contra Alemania. Sé que es algo que duele principalmente por la ilusión que se pinchó y las expectativas depositadas en un muy posible triunfo, pero que pronto va a pasar, que nos vamos a reponer, porque es un sufrimiento mucho más nimio, más leve que la muerte de un ser querido. Pero duele. Duele un montón.

Si lo pienso dos minutos no puedo explicar por qué me siento tan mal. Se puede decir que es por la decepción de que las cosas no hayan salido como quise. Pero ¿qué novedad es esa? Nos pasa a todos, todos los días, en los distintos ámbitos en los que nos movemos. Y aún así, siempre, el cachetazo suena igual de fuerte que la primera vez.

Extrapolarlo al fútbol es muy sencillo y obvio. Y hoy me doy el lujo de hacerlo porque haber perdido la final me tiene muy mal. Me angustia y sé que no debería estar así porque tengo mucho por lo que agradecer (incluso por haber llegado hasta esta instancia tan loable y enorgullecedora). Pero en el fondo me mata.

No me gusta este clima posterior. Sabe muy amargo. Como dijo Mache: “nos vamos vacíos”. Así me siento. Como cada vez que deseé mucho algo y no se me cumplió. El vacío que siento es precisamente la ausencia de ese sentimiento tan enriquecedor, adrenalínico y excitante que tengo cuando me ilusiono.

Y si pienso en eso, paradójicamente, me vuelvo optimista de pronto. Porque significa que a pesar de las miles de derrotas, tarde o temprano, se vuelve a confiar, se vuelve a querer sin presentir, como dice el tango. Eso es alentador. Quiere decir que nada nos impide volver a desear y amar con todas nuestras fuerzas.

Así que bueno, esto fue todo, que no fue poco. Pero va a seguir molestando y será un trabajo de todos los días acostumbrarse a que ese motorcito que te proporciona la ilusión va a estar un poco dolido, un poco maltrecho, y va a costar repararlo. Lo bueno es que, conociéndonos, vamos a poder olvidar este mal trago y volver a creer como si no conociéramos la frustración. Y eso, para mí, es bastante.


*Este texto se lo dedico entero a mi abuelo Tito, a quien extraño desde hace 12 años incansablemente.


miércoles, 9 de julio de 2014

Final del Mundo


No sé qué hacer. Me siento rarísima. Los bocinazos se escabullen por las ventanas. Los gritos. “¡Vamos, carajo!”. El barrio es una fiesta, en todos lados salen a festejar. Quiero escribir, quiero descargar todo. No entiendo. No entiendo por qué esto se vive así. Pero no hay otra manera. Argentina en la final de la Copa del Mundo. ¿Entendés eso? Me siento en una película, o en una novela. En un momento histórico, trascendental, maravilloso. Los quiero. Los quiero a los jugadores. Ni los conozco. Ni sé cómo serán como personas. Pero jugando es que los seres humanos desmantelamos nuestra personalidad. Nos volvemos transparentes, irracionales, ciegos, determinados. Y los quiero. Quiero que ganen. Por ellos. Por mí. Por mis amigos. Por salir a la calle y sentir que somos tan simples como para que el fútbol nos cambie el humor.
Es el Mundial de la tecnología. De los smart tv. Del auge de Twitter. Nos retuiteamos entre todos. Nos faveamos todo. Todos estamos del mismo lado. Todos nos queremos. Todos ansiamos lo mismo. ¿Que es ilusorio? Más bien. Pero me chupa un huevo. Ganó Argentina.


Es ridículo escribir, es ridículo hacer cualquier cosa. No se puede racionalizar. Estoy feliz. Argentina le ganó a Holanda. Fue lo más sufrido de la historia. Todo el tiempo nos veíamos afuera, nos veíamos adentro. La incertidumbre, la duda, la delgadísima línea que separa el jolgorio de la depresión. Es angustiante vivir así. Es un deporte. Pero ellos son personas y nosotros también. Sentimos. Nos pasan cosas en el cuerpo. Tensión física. Sangre que bombea al corazón. Quiero Argentina campeón. Quiero ver a todo el mundo contento. Una victoria que nos remonta a largos años de ilusión y decepciones. De juntarnos con nuestros seres queridos a ver los partidos y compartir.
No quiero ni pensar cómo se vive una final. Mi primera final del mundo. Nací en mayo del 92. Desde el Mundial de Francia que tengo conciencia y me engancho con los partidos pero nunca creí que iba a ver esto. Tenía pocas ilusiones porque en años anteriores deposité demasiadas expectativas. Este año me agarró desprevenida, no quería volver a sufrir. Siempre con mucho reparo. “No pasamos de cuartos, es obvio”. ¿Y ahora? Y ahora estamos acá, en la FINAL. Yo no lo puedo creer. Quiero salir a festejar pero hay una parte de mí que me lleva a la mesura. A calmarme. A pensar, a disfrutar esto. Estos 3 días y medio que nos quedan antes del partido en el Maracaná. La ilusión, la angustia que vivimos hoy y vamos a volver a vivir, gracias a Dios. 

No pretendo con este texto hacerme la Sacheri, la Casciari, porque primero, ellos son hombres, saben mucho más de fútbol que yo, y segundo, son dos escritores de la reputísima madre. Pero me nace registrar esto. Lo que siento ahora mismo. Este desconcierto de estar tan feliz por algo que no es más que un juego. Que nos hizo llorar a mi viejo, mi cuñada, mi hermano y mi vieja en el living de casa. Que me hizo cruzar los dedos en cada tiro libre, en cada corner, en cada avance de ese Robben que lo puteé durante las 2 horas de partido.

No me cae la ficha. Tengo miedo. Estoy contenta. Quiero que la alegría siga. Que Argentina salga campeón. Que festejemos en el Obelisco. Se me acabó el llanto. Ahora estoy pasmada. Rara. Repito, no entiendo qué pasó. Se nos dio. LA FINAL DEL MUNDO. Es increíble. No sé qué sentir. Necesito que sea domingo ya.

domingo, 4 de mayo de 2014

No siempre es igual

Estoy tranquila y una calma me abraza hace varias horas. No me sentía así ni bien abrí los ojos. Fue algo que empecé a desarrollar después del almuerzo. Quizás el disparador fue un disco de George Gershwin que puso mi papá mientras tomábamos el café después de almorzar. O la agradable conversación durante la comida, lo que me inmiscuyó en esta quietud linda e inusual.

Uno creería que es necesario perpetuar estos momentos y vivir constantemente con la sensación de plenitud. Sería grandioso, pero no creo que sea posible. Ya pronto vendrán quehaceres e ideas que arrebaten este sentimiento de dicha y banalizarán por completo la existencia llenándola de una protesta infundada.

Pero cuando la serenidad se presenta, silenciosa, amigable, como una caricia, hay que estar dispuesto a recibirla. Y no es un estado naïf, ni de éxtasis o delirio místico. Es simplemente paz. Quizás, felicidad. Alegría de estar viva. De verme la piel y los músculos firmes, enérgicos. Comprender que todo en este cuerpo está funcionando. Un cuerpo que siente, que desea cosas, que ama.

Foto: Henri Cartier Bresson

No es que todo sea maravilloso, pero la vida en verdad es muy linda. Y creo que ese acervo de cosas hermosas que tenemos es tan vasto como para no sentirnos tristes jamás. El amor, el arte, la ternura, la risa, ya son suficientes razones para no deprimirnos, ya que siempre están allí al alcance de la mano. Por más que a veces se oculten, se velen y parezcan inaccesibles.

Sé que sólo desde mi comodidad burguesa es que puedo enarbolar toda esta reflexión optimista. Si mis condiciones materiales de existencia no lo permitieran, sería otra la historia de seguro. Y lo digo sin culpas, porque al estar rodeada de tanta teoría marxista en la facultad de Ciencias Sociales de la UBA, tengo muy claro que es la existencia social la que determina a la conciencia, y no al revés.

Es curioso porque habitualmente suelo hacer este tipo de cavilaciones en el sentido diametralmente opuesto: haciendo hincapié en aspectos melancólicos, pensamientos negativos, adelantándome a los hechos y pensando que todo tendrá un desenlace catastrófico. Hoy no. Hoy el pensamiento es otro. Y quizás el darle espacio a algo nuevo que puede parecer débil y marchito, sea una posible alternativa para que estos impulsos positivos cobren una mayor frecuencia en mi vida, y dejen de ser la excepción a la regla.

Los invito a intentarlo. Está realmente muy bueno.

martes, 1 de abril de 2014

Tensión



Tensos, tensos, tensos. ¿Por qué tan tensos? ¿Qué retenemos? ¿Qué estamos queriendo evitar? O preservar. O controlar. ¿Para qué? Mantener la ecuanimidad desde la tensión. No tiene razón de ser. Cuando lo desnaturalizás pierde sentido. Como todo. ¿Por qué los músculos están contraídos? ¿Por qué se mide todo lo que se está por decir? Y cuando algo improvisado o “excesivo” se escapa, uno se lamenta, se castiga y se pregunta cómo pudo eso pasar. Cómo pude dejar de controlar todo, cómo mi cuerpo me ganó. Me ganó pero aún no me siento mejor. No me liberé.

Tensionar es intentar retener. Conteniendo por temor. Por incomodidad. La incomodidad: esas ganas de no estar ahí. De querer irse. Y más tensión. Para no permitir que nada me lastime, pero ya lo está haciendo. Con esa sensación perpetua, y a veces tan enraizada que es la inquietud. Inquietud que incentiva a la tensión y a la falta de naturalidad.

¿Tendrá que ver la distensión con la falta de conciencia? ¿Es acaso el momento en el que no estamos pensando en contener, o maniobrar, el de la verdadera libertad?

No es verdad que es más fácil ser libre, dejar fluir, que nada importe. Más sencillo es controlar y retener. El desafío es conocer lo que da miedo, enfrentarse y tolerar la tensión hasta que ésta pase y se convierta en calma. Porque lo que se desconoce no crea más que conjeturas infinitas, en su mayoría equivocadas. Magníficas. Exageradas. Absurdas.  
¿Qué es lo que hay que hacer? ¿Qué es lo que dice el manual? ¿Hacer yoga? ¿Respirar hondo? ¿Tener pensamientos positivos? No sé. Lo que sí sé es que muchos viven  en un estado de perpetua tensión y no lo saben. No se dan ni cuenta. Tensan las cosas hasta un punto imperceptible. Tensan por lo críptico de sus procederes. Por lo rebuscado de sus pensamientos. 

En esa rigidez de los músculos, del cuerpo que no quiere sentir pero que a la vez siente mucho (o siente mal) hay algo curioso: ¿contra qué se contrae? Se supone que toda protección ante un posible peligro se sustenta en el, valga la redundancia, apoyo sobre algo conocido, algo que nos mantenga a salvo. El refugio. ¿Es estar tan tenso, finalmente, estar a salvo? Lo dudo mucho.

domingo, 9 de marzo de 2014

Un nombre

Hace 15 días que mi hermano mayor se fue de casa. Ahora vive en un departamento todo nuevito, precioso, con su novia y eso me pone muy feliz. Dadas estas circunstancias, actualmente soy hija única con baño propio. En consecuencia, mi tía, la hermana de mi mamá, me regaló una alfombrita de baño hecha por ella con mi inicial (la "J") grabada. Me pareció un gesto tierno por demás, pero por sobre todas las cosas me hizo reflexionar acerca de la importancia de los nombres.

Ahora vos entrás a ese baño y en el piso ves una "J" que acapara toda la atención. Esa letra que para otros menesteres puede tener nada que ver conmigo, dentro de ese baño, me convierte en puro significante.




Pareciera que un nombre es algo que determina. "No tiene nombre", "Llamar a las cosas por su nombre", "Ni me lo nombres". Es como si el acto de nombrar embistiera de seriedad a las personas, las situaciones y las cosas.  Yo creo que esto se debe a que consiste en un momento fundante. A partir de una arbitraria decisión "esto" pasa a llamarse así para siempre y será reconocido por todos.

Siempre quise llamarme Agustina, Julieta, o que mi apodo fuese Maru, porque creía que eran nombres de piba linda, popular, de la cual todos los chicos gustaban. Lo mismo me pasa con ciertos nombres de varón como Felipe (mi preferido por lejos), Benjamín, Mateo, Facundo, Manuel o Andrés, que los asocio a un estereotipo de hombre soñado que hasta suena bonito. Sabemos que entre las idealizaciones y la realidad hay un verdadero abismo.

Un nombre organiza, clasifica, encasilla. Restringe las posibilidades de ser otra cosa. Y es su carácter restrictivo el que acota los rumbos y torna todo irreversible. Porque lo que llamamos "traición" no es lo mismo que un "error", y una "decepción" nada tiene que ver con una "distracción". Una "pelea" no es ni por asomo una "conversación", aunque en términos técnicos no sea más que eso: una charla (intensa).

El nombre de un libro, una película, un producto es lo que por ende va a terminar de atraernos o ahuyentarnos. Por eso es que los publicistas y licenciados en marketing se desviven por pensar un título que capte la atención, que seduzca. En fin, un buen nombre.

Probablemente reflexionar sobre esto no me lleve a ningún puerto. Y eso está bien, porque hay pensamientos que existen sólo para desviarnos de otros tal vez más dañinos e innecesarios. Lo bueno es que ahora mi baño es mío y no te cabe ninguna duda de ello.