domingo, 24 de marzo de 2013


Ayer fui a la ESMA por primera vez. Es curioso, porque durante todos estos años, pasé miles de veces pero jamás entré. La reja principal estaba cerrada. La que da al edificio central, ese, cuya fachada por demás conocemos. Por eso es que caminé unos metros más a la derecha y di con una recepción digna de un parque nacional.
“Escuela Mecánica de la Armada”. Reconozco que mucho antes de siquiera tener una aproximada idea de lo que había sido el golpe de estado de 1976 en la Argentina, ese lugar siempre me dio escalofríos. Supongo que es lo que le sucede a todos al pasar por ahí. Realizar un ejercicio de empatía inmediato y pensar en lo terrible que pudo haber sido estar detenido, privado de libertad, siendo sometido a torturas   y demás aberraciones. Un lugar en el que sabemos que pasaron cosas feas.  Siendo del partido político que seas, opines lo que opines, el lugar está profundamente cargado de sentido, un sentido del cual resulta imposible desligarse cuando estás ahí. Sin ser, desafortunadamente, el único centro clandestino de detención que existió, creo que este en particular, quizás por su extensión territorial, por su tamaño, impone cierto respeto. Ese tipo de respeto que se le tiene a lo que se le teme.
Esta era una tarde de sábado, en la cual no se filtraba mucho el ruido de los autos sobre la Av. Del Libertador. Caminé esas callecitas internas del predio como a la espera de algo. No puedo definir bien qué. Quizás pretendía que los árboles, la quietud, me revelaran algún misterio, algún secreto que me ayudara a comprender y organizar mis ideas. O quizás era sólo mi ansiedad. Se respiraba una aparente calma pero, a la vez, aquel silencio cargaba consigo algo perturbador, molesto; algo que no hace falta decir y que es compartido por todos.
Quería conocer este lugar, ver las exposiciones que daban en el “Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti”. Esa misma tarde se inauguraban unas cuantas muestras, pero las más importantes eran la de León Ferrari y Lucila Quieto. Me paseé por los recintos de este pulcro edificio blanco, moderno y adecuado a los cánones que respetan las exposiciones de arte: una decoración minimalista, salas extensas colmadas de gente que habla sosteniendo una copa, fotógrafos intentando capturar momentos de frescura y espontaneidad, amigos que se reencuentran, y por supuesto, las aclamadas obras, que escrutan la escena colgadas desde sus incómodos ganchos en las paredes. Parecía un ambiente sacado de contexto. Entrar ahí ya no era lo mismo que estar afuera, definitivamente. Por momentos uno lograba olvidar dónde se encontraba.
Yo seguía a la espera de ese algo, y por lo tanto, abandoné el espacio cultural para proseguir en mi exploración. No sé si finalmente encontré eso que buscaba, pero sí que fue una tarde distinta. Seguí caminando y me topé con otro edificio, esta vez mucho menos cuidado en su estética. Con la pintura blanca descascarada, los pastos crecidos a su alrededor. Aquí ya se vivía otro clima, era otro el rango etario el que lo poblaba. Resultaba ser un plenario de estudiantes de secundario de todo el país, chicos militantes de La Cámpora. Entré. No sé por qué lo hice. Por curiosidad, tal vez. Nunca había presenciado un evento de estos. Y fue el extrañamiento por definición. Pocas veces me sentí tan intrusa y a la vez tan sola. Debía ser la única de todos esos pibes jóvenes que no estaba ahí más que por el mero azar. No había casi nada de luz y el humo del cigarrillo se apoderaba del ambiente. Remeras políticas por todas partes. Negras o blancas cuyas inscripciones rezaban el lugar de procedencia de los jóvenes. En algunos casos decía “La cámpora”, en otros “Unidos y organizados”. Predominaban las banderas con la insignia característica de la agrupación y la atención se centraba en un escenario improvisado sobre el cual se erigía una bandera con la cara en tamaño gigante de Néstor Kirchner. Los chicos estaban organizándose para proyectar un video sobre una tela blanca y me quedé a ver cómo se desenvolvía el acto. Miré para arriba, hacia ambos costados había balcones, y me figuré las clásicas escenas de terror que hemos visto en películas como “La noche de los lápices” o “Garage Olimpo”. Me subía un frío por el cuello. Volví mi atención hacia los chicos. Escuché sus aplausos, sus gritos eufóricos y apasionados cuando Néstor o Cristina proyectados en la imagen decían algo que los conmovía.  Agitaban sus brazos con los dedos haciendo la “V” peronista. Todos a la vez, en un acto de hermandad, de unanimidad, de compartir un mismo código. Al rato me fui de allí también, comprendiendo que lo que había visto era una de las distintas formas de recordar el aniversario del golpe: militando, según ellos, por una patria de todos y para todos.
Mi manera de recordar, de hacer memoria, no consistió ni en la contemplación de las provocativas obras de Ferrari, ni tampoco en el ejercicio de una militancia partidaria porque no comulgo con eso. El grueso de la experiencia estuvo en esos momentos de caminata por las calles internas, tan solitarias, de la Ex ESMA. En el silencio, ese acuerdo tácito que todos comparten como la manera de hacer un homenaje. Y finalmente comprendí que la inquietud que allí se percibe, la intensidad de ese paisaje, pone en evidencia una sola cosa: el temor que nos genera entender que existe la maldad humana. 

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