lunes, 18 de marzo de 2013

Llorar en el colectivo.

      (Jamás me tomo el 152. Pero el dibujito me pareció simpático)
No debo ser la única a la que le pasa. Llorar es algo natural y manejarse en el transporte público, también. Me imagino que varios de ustedes se han visto inmersos en esta por demás incómoda situación, que es la de lagrimear en pleno bondi. Me sucedió hoy. Una de las tantas veces. Generalmente no me importa mucho si me ven, eso sí, un poco intento disimularlo, pero es una situación en la que me encuentro a menudo y hasta podría afirmar que, en el momento que tengo que emprender el camino de vuelta a casa, es cuando más propensa me encuentro a disponerme a llorar.
Hoy particularmente no lloraba por nada que merezca la pena contar. La diferencia de hoy a los otros días es que se me dio por reflexionar acerca de esta dramática secuencia, en la que un promedio de 20 seres humanos que se encuentran encerrados en un mismo recinto (los cuales juegan cuidadosamente sus roles, preservando fachadas o exacerbándolas), presencia la ruptura de la calma y la ecuanimidad de otro ser vivo.
Admito que llorar es algo que me sale fácil. Calculo que por ser mujer, no se me condena tanto socialmente por hacerlo y por eso me doy tantas libertades y lo hago públicamente. Es que hay veces que no lo puedo evitar, y me empiezan a brotar lágrimas a granel como si fuera la más desdichada de toda la humanidad. Igual, yo no creo que el llanto sea proporcional al sufrimiento. A veces lloramos de puro gusto y es necesario. Cierta culpa nos da, supongo, derrochar energía en esta actividad que siempre se asocia a algo realmente malo que la está sucediendo a una persona.
Lloramos por angustia, pero para mí el motivo más recurrente en el llanto es el vacío. El vacío que deja la ausencia de algo, el vacío de no sentirnos plenos con nosotros mismos, el vacío que genera el miedo. Y es difícil ocultar todo eso durante la cotidianidad, por eso no me parece tan extraño ver gente llorando en el transporte público. Me corrijo: es algo completamente común que no debería resultarnos llamativo pero de todas formas nos impacta, nos shockea. Una vez me pasó de estar viajando en el subte y ver a una chica llorando realmente desconsolada. Sola. Miraba a la luz y los ojos se le convertían en vidrio. Respiraba, espasmódicamente, bajaba la cabeza, y seguía. Efectivamente, me transmitió su tristeza. Me sentí culpable de no poder ayudarla, porque la barrera que su llanto levantaba entre ella y nosotros, los demás pasajeros, era tan fuerte que ninguno se atrevía a decirle: -“Eu, ¿querés una carilina?”. Nada. Nadie se animaba, todos se hacían los boludos y miraban para otro lado. En ese momento me angustié, me dio mucha pena la chica. Pero ahora comprendo que no es para tanto, que quizás ella lo necesitaba y ese rato, ese viaje en subte en los vagones de la línea A, fue su momento de catarsis, lo que tanto esperó durante el día y finalmente llegó, su descargo, su paz.
No hay nada peor que querer llorar y no poder. Me pasó una vez. También en el subte. Venía de recibir una noticia que me había dejado bastante por el suelo, pero todavía me quedaba un viajecito de unos 30, 40 minutos. La piloteé mientras caminaba por la calle pero lo que más deseaba en el mundo era llegar a casa y que estuviera mi mamá para abrazarme y consolarme en mi dolor. Resulta que en el subte no me daba la cara para ponerme a armar una escena y me contuve unas cuantas estaciones. Creo que ni me puse los auriculares porque realmente cualquier canción hubiese sido devastadora (hasta la más simpática cumbia). Llegó un momento en el cual me desprendí de todo tapujo y dije: “Ya fue, ¿quién me va a estar mirando?”. Cuando estaba totalmente convencida de ponerme a moquear como Dios manda, levanto la mirada y un compañero de la primaria me saluda con su mejor exultante y complaciente sonrisa. –“¡¡Jose!! ¿Cómo andas tanto tiempo?, ¡qué alegría verte!” Lisa y llanamente me quise pegar un tiro. Digamos que no duró mucho la conversación, habrán sido 2 estaciones, media, a lo sumo. Recuerdo que mi viejo amigo me preguntó: “Tus cosas, ¿bien?”. Justamente, mis cosas eran las que andaban para la mierda y no tenía ni ganas de siquiera fingir que estaba contenta. Pero lo hice, y supongo que el muchacho nunca se enteró. 

1 comentario:

  1. Dos noches atrás, cenábamos sentados en la cama de huéspedes y Adam dejó Animal Planet porque había un monito rhesus en el agua. El monito estaba pasándola mal, cruzando un pantano fangoso y frío, a veces sólo la cabecita asomaba y tenía todos los pelitos que le rodeaban la cara punteagudos con barro líquido. Triunfa y cruza a lo seco pero el audio ahora es de la respiración tiritante del monito interrumpida por un lamento grave. "Ahhh, ahhh," gime el monito por 3 segundos y me quito el plato de la falda y me sujeto el pecho como si tuviera al monito escondido adentro. Al instante, cruza la pantalla una hembra grandota rhesus que no es la madre del monito, dice la voz en off, y el monito después de dos intentos fallidos, se cuelga de la mona y se une a su clan como uno más. "No llores, boluda, ya pasó, ya está bien el monito. Comé".
    Lloramos por lo bello (cachorros recién paridos, estrellas reflejadas en la arena de una playa en Goa, Pepi en su primer día de escuela) o lo triste (que es lo mismo que el enojo, la soledad, el miedo, lo injusto) siempre por nosotros. A veces, el pantano de otro tiene olor al nuestro.

    ResponderEliminar