miércoles, 27 de marzo de 2013

El ritmo


http://www.youtube.com/watch?v=reNS4wFLZkY

En el mundo cinematográfico, y más detalladamente, en el montaje, el ritmo es clave. La forma y velocidad con la cual aparezcan y se retiren las imágenes, se fundan y produzcan (o no) una sensación de continuidad, será precisamente lo que determinará la atención del espectador. Lo que posibilitará el futuro encantamiento, ese instante de magia y abstracción que solamente se da cuando nos enamoramos profundamente de una película.
Todo lo que hacemos está regido por una suerte de velocidad. Ese compás que seguimos no es lineal ni siempre posee la misma intensidad; por el contrario, fluctúa constantemente y puede que lo vayamos notando cada vez menos (o más, dependiendo de nuestra conciencia como seres humanos).


He notado que el ritmo es un factor de suma importancia en nuestras vidas porque actúa como una especie de propulsor. Lo que nos motiva. Quien no tenga aspiraciones, y posea una vida que carezca completamente de sentido porque no encuentra nada que lo atraiga, obviamente tendrá un ritmo lento, desconcertado, errático, y hasta irritante y molesto para aquellos que viven apurados y se crucen con éstos que viven cómodamente en su letargo. Distinto de aquellos cuya excitación no les permite parar la pelota un segundo, mirar alrededor y ver cómo están parados. 


En las relaciones de pareja, es más clara aún su importancia; para que verdaderamente se concrete ese amor profundo, deseado, es necesario que ambos ritmos confluyan en uno mismo. Esto es, ciertamente, causa de mis desvelos: ¿por qué no se puede querer igual, de la misma forma, con la misma fuerza, las mismas ganas y al mismo tiempo entre dos personas? Porque van a ritmos distintos. Nuestros propios compases van en diferido y por culpa de este insignificante detalle puede que salgamos con un corazón roto. El ritmo del amor es uno sólo cuando se sintoniza y me pregunto sin llegar jamás a una respuesta satisfactoria: ¿de qué depende ese ritmo? ¿De qué dependen su constancia, su alteración o su cambio radical? 

domingo, 24 de marzo de 2013


Ayer fui a la ESMA por primera vez. Es curioso, porque durante todos estos años, pasé miles de veces pero jamás entré. La reja principal estaba cerrada. La que da al edificio central, ese, cuya fachada por demás conocemos. Por eso es que caminé unos metros más a la derecha y di con una recepción digna de un parque nacional.
“Escuela Mecánica de la Armada”. Reconozco que mucho antes de siquiera tener una aproximada idea de lo que había sido el golpe de estado de 1976 en la Argentina, ese lugar siempre me dio escalofríos. Supongo que es lo que le sucede a todos al pasar por ahí. Realizar un ejercicio de empatía inmediato y pensar en lo terrible que pudo haber sido estar detenido, privado de libertad, siendo sometido a torturas   y demás aberraciones. Un lugar en el que sabemos que pasaron cosas feas.  Siendo del partido político que seas, opines lo que opines, el lugar está profundamente cargado de sentido, un sentido del cual resulta imposible desligarse cuando estás ahí. Sin ser, desafortunadamente, el único centro clandestino de detención que existió, creo que este en particular, quizás por su extensión territorial, por su tamaño, impone cierto respeto. Ese tipo de respeto que se le tiene a lo que se le teme.
Esta era una tarde de sábado, en la cual no se filtraba mucho el ruido de los autos sobre la Av. Del Libertador. Caminé esas callecitas internas del predio como a la espera de algo. No puedo definir bien qué. Quizás pretendía que los árboles, la quietud, me revelaran algún misterio, algún secreto que me ayudara a comprender y organizar mis ideas. O quizás era sólo mi ansiedad. Se respiraba una aparente calma pero, a la vez, aquel silencio cargaba consigo algo perturbador, molesto; algo que no hace falta decir y que es compartido por todos.
Quería conocer este lugar, ver las exposiciones que daban en el “Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti”. Esa misma tarde se inauguraban unas cuantas muestras, pero las más importantes eran la de León Ferrari y Lucila Quieto. Me paseé por los recintos de este pulcro edificio blanco, moderno y adecuado a los cánones que respetan las exposiciones de arte: una decoración minimalista, salas extensas colmadas de gente que habla sosteniendo una copa, fotógrafos intentando capturar momentos de frescura y espontaneidad, amigos que se reencuentran, y por supuesto, las aclamadas obras, que escrutan la escena colgadas desde sus incómodos ganchos en las paredes. Parecía un ambiente sacado de contexto. Entrar ahí ya no era lo mismo que estar afuera, definitivamente. Por momentos uno lograba olvidar dónde se encontraba.
Yo seguía a la espera de ese algo, y por lo tanto, abandoné el espacio cultural para proseguir en mi exploración. No sé si finalmente encontré eso que buscaba, pero sí que fue una tarde distinta. Seguí caminando y me topé con otro edificio, esta vez mucho menos cuidado en su estética. Con la pintura blanca descascarada, los pastos crecidos a su alrededor. Aquí ya se vivía otro clima, era otro el rango etario el que lo poblaba. Resultaba ser un plenario de estudiantes de secundario de todo el país, chicos militantes de La Cámpora. Entré. No sé por qué lo hice. Por curiosidad, tal vez. Nunca había presenciado un evento de estos. Y fue el extrañamiento por definición. Pocas veces me sentí tan intrusa y a la vez tan sola. Debía ser la única de todos esos pibes jóvenes que no estaba ahí más que por el mero azar. No había casi nada de luz y el humo del cigarrillo se apoderaba del ambiente. Remeras políticas por todas partes. Negras o blancas cuyas inscripciones rezaban el lugar de procedencia de los jóvenes. En algunos casos decía “La cámpora”, en otros “Unidos y organizados”. Predominaban las banderas con la insignia característica de la agrupación y la atención se centraba en un escenario improvisado sobre el cual se erigía una bandera con la cara en tamaño gigante de Néstor Kirchner. Los chicos estaban organizándose para proyectar un video sobre una tela blanca y me quedé a ver cómo se desenvolvía el acto. Miré para arriba, hacia ambos costados había balcones, y me figuré las clásicas escenas de terror que hemos visto en películas como “La noche de los lápices” o “Garage Olimpo”. Me subía un frío por el cuello. Volví mi atención hacia los chicos. Escuché sus aplausos, sus gritos eufóricos y apasionados cuando Néstor o Cristina proyectados en la imagen decían algo que los conmovía.  Agitaban sus brazos con los dedos haciendo la “V” peronista. Todos a la vez, en un acto de hermandad, de unanimidad, de compartir un mismo código. Al rato me fui de allí también, comprendiendo que lo que había visto era una de las distintas formas de recordar el aniversario del golpe: militando, según ellos, por una patria de todos y para todos.
Mi manera de recordar, de hacer memoria, no consistió ni en la contemplación de las provocativas obras de Ferrari, ni tampoco en el ejercicio de una militancia partidaria porque no comulgo con eso. El grueso de la experiencia estuvo en esos momentos de caminata por las calles internas, tan solitarias, de la Ex ESMA. En el silencio, ese acuerdo tácito que todos comparten como la manera de hacer un homenaje. Y finalmente comprendí que la inquietud que allí se percibe, la intensidad de ese paisaje, pone en evidencia una sola cosa: el temor que nos genera entender que existe la maldad humana. 

miércoles, 20 de marzo de 2013

Recuerdos

San Vincente, Diciembre, 1996.

Recuerdo perfectamente ese día. El de la foto. Recuerdo a la familia en masa caminando por el campo del Abuelo en San Vicente. Recuerdo que la idea era que el futuro nuevo miembro de la familia, mi tío yankee, Adam, conociera en profundidad nuestro gran tesoro familiar.  Recuerdo que por ese entonces era habitual ir para allá todos los 25 de diciembre para festejar la navidad al aire libre, recibiendo los regalos que siempre solían ser unos peluches increíbles comprados en Estados Unidos, los personajes de los 101 Dálmatas que a mi prima Flor y a mí nos encantaban. Recuerdo que el mediodía comenzaba con un gran almuerzo en una mesa larga. Había pollo, ravioles, pan Fargo (blanco), Coca-Cola, y Ades de manzana. Las comidas en lo de mis abuelos siempre se caracterizaron por esa inconcebible mezcla de sabores que reunía en un plato una milanesa y una ración de pastas bien abundante. Siempre fue así, y por eso es que hoy no me resulta extraño que siga pasando. Sigo recordando. Después de comer salíamos a jugar. Con los perritos, o con algún chiche nuevo que hubieran comprado los tíos afuera. Recuerdo el guante amarillo y rojo de "Friskies", una marca de comida para gatos, con el que le rascábamos el lomo a Chimi, el perro más genio que conocí en mi vida. No era un perro cualquiera, tenía ojos de humano. Te miraba y realmente te hablaba el muy hijo de puta. Nunca quise tanto a un animal como a Chimi. Por eso fue que cuando murió, llevé un duelo incesante en el cual no se lo podía ni nombrar. Y sí por azar, a alguien se le escapaba, me mordía fuerte los labios, abandonaba la habitación y me largaba a llorar. Con el tiempo lo superé. Como todo en la vida se supera. Vuelvo al 96. Al día de la foto a caballito de mamá. Es una foto hermosa, porque ella salió divina. Feliz y jovial. Fresca. Fuerte. Cargándome en sus espaldas. Recuerdo que me encontraba particularmente chinchuda en ese momento, porque, si observan con atención, no llevaba el calzado adecuado. Tenía los piecitos todos pinchados por los abrojos y pastitos secos que se me metían entre las tiritas de los zapatos marca Toot. Recuerdo que lloré. Porque estaba cansada de caminar. Me dolían las piernas. Quería que volviéramos a la casa, a dibujar con mi tía Olguita, con mi mamá, con Flor, mientras los hombres jugaban al fútbol, que igual siempre terminábamos acoplándonos a ellos para concluir la tarde en un partido mixto. Y veo la foto y de pronto vienen todos esos recuerdos, como una oleada irrefrenable, desorganizada, repleta de detalles y de baches, lagunas, ausencias y algunas pequeñas alteraciones. Recuerdos míos, de esa nena con flequillo rolinga y calcitas ajustadas cuadrillé blanco y negro. Esa calza siempre me hacía pensar en el logo de Cartoon Network. Me ajustaba mucho y me marcaba los rollitos, porque cuando era chica, supe ser gordita. No duró mucho, igual. ya en primer grado pegué ese estirón que me llevó a medir este metro, 77 cm, que soy hoy.
Los recuerdos son importantes. A la larga, es lo único que nos queda. Lo malo es cuando son idealizados y cualquier comparación con el presente resulta angustiosa y nostálgica. Habría que encontrar el equilibrio, el sano equilibrio. La habilidad de poder viajar hacia ellos, desmenuzarlos y volver a vivir, pero sin que eso nos cueste un dolor profundo.  Estoy laburando en eso. No es fácil, pero por lo menos, trato.

lunes, 18 de marzo de 2013

Llorar en el colectivo.

      (Jamás me tomo el 152. Pero el dibujito me pareció simpático)
No debo ser la única a la que le pasa. Llorar es algo natural y manejarse en el transporte público, también. Me imagino que varios de ustedes se han visto inmersos en esta por demás incómoda situación, que es la de lagrimear en pleno bondi. Me sucedió hoy. Una de las tantas veces. Generalmente no me importa mucho si me ven, eso sí, un poco intento disimularlo, pero es una situación en la que me encuentro a menudo y hasta podría afirmar que, en el momento que tengo que emprender el camino de vuelta a casa, es cuando más propensa me encuentro a disponerme a llorar.
Hoy particularmente no lloraba por nada que merezca la pena contar. La diferencia de hoy a los otros días es que se me dio por reflexionar acerca de esta dramática secuencia, en la que un promedio de 20 seres humanos que se encuentran encerrados en un mismo recinto (los cuales juegan cuidadosamente sus roles, preservando fachadas o exacerbándolas), presencia la ruptura de la calma y la ecuanimidad de otro ser vivo.
Admito que llorar es algo que me sale fácil. Calculo que por ser mujer, no se me condena tanto socialmente por hacerlo y por eso me doy tantas libertades y lo hago públicamente. Es que hay veces que no lo puedo evitar, y me empiezan a brotar lágrimas a granel como si fuera la más desdichada de toda la humanidad. Igual, yo no creo que el llanto sea proporcional al sufrimiento. A veces lloramos de puro gusto y es necesario. Cierta culpa nos da, supongo, derrochar energía en esta actividad que siempre se asocia a algo realmente malo que la está sucediendo a una persona.
Lloramos por angustia, pero para mí el motivo más recurrente en el llanto es el vacío. El vacío que deja la ausencia de algo, el vacío de no sentirnos plenos con nosotros mismos, el vacío que genera el miedo. Y es difícil ocultar todo eso durante la cotidianidad, por eso no me parece tan extraño ver gente llorando en el transporte público. Me corrijo: es algo completamente común que no debería resultarnos llamativo pero de todas formas nos impacta, nos shockea. Una vez me pasó de estar viajando en el subte y ver a una chica llorando realmente desconsolada. Sola. Miraba a la luz y los ojos se le convertían en vidrio. Respiraba, espasmódicamente, bajaba la cabeza, y seguía. Efectivamente, me transmitió su tristeza. Me sentí culpable de no poder ayudarla, porque la barrera que su llanto levantaba entre ella y nosotros, los demás pasajeros, era tan fuerte que ninguno se atrevía a decirle: -“Eu, ¿querés una carilina?”. Nada. Nadie se animaba, todos se hacían los boludos y miraban para otro lado. En ese momento me angustié, me dio mucha pena la chica. Pero ahora comprendo que no es para tanto, que quizás ella lo necesitaba y ese rato, ese viaje en subte en los vagones de la línea A, fue su momento de catarsis, lo que tanto esperó durante el día y finalmente llegó, su descargo, su paz.
No hay nada peor que querer llorar y no poder. Me pasó una vez. También en el subte. Venía de recibir una noticia que me había dejado bastante por el suelo, pero todavía me quedaba un viajecito de unos 30, 40 minutos. La piloteé mientras caminaba por la calle pero lo que más deseaba en el mundo era llegar a casa y que estuviera mi mamá para abrazarme y consolarme en mi dolor. Resulta que en el subte no me daba la cara para ponerme a armar una escena y me contuve unas cuantas estaciones. Creo que ni me puse los auriculares porque realmente cualquier canción hubiese sido devastadora (hasta la más simpática cumbia). Llegó un momento en el cual me desprendí de todo tapujo y dije: “Ya fue, ¿quién me va a estar mirando?”. Cuando estaba totalmente convencida de ponerme a moquear como Dios manda, levanto la mirada y un compañero de la primaria me saluda con su mejor exultante y complaciente sonrisa. –“¡¡Jose!! ¿Cómo andas tanto tiempo?, ¡qué alegría verte!” Lisa y llanamente me quise pegar un tiro. Digamos que no duró mucho la conversación, habrán sido 2 estaciones, media, a lo sumo. Recuerdo que mi viejo amigo me preguntó: “Tus cosas, ¿bien?”. Justamente, mis cosas eran las que andaban para la mierda y no tenía ni ganas de siquiera fingir que estaba contenta. Pero lo hice, y supongo que el muchacho nunca se enteró.