Por Josefina Marino
Es viernes a la tarde y quedé en encontrarme con ella
en algún lugar cercano a la intersección de las calles Gascón y Avenida Córdoba,
a las 15.30. Tras un mensaje vía Whatsapp, mi entrevistada me confirma que la
cita será en un café que queda al lado del Sanatorio Güemes. Me dirijo hacia
allá y cuando llego a la esquina la veo hablando por teléfono celular. Dudo un
momento si es ella (jamás nos vimos en persona), pero al instante descubro
que no puede ser otra que la fotógrafa Inés Ulanovsky.
Proviene de una familia en la cual el periodismo y el contacto con los medios
se respiraba en cada rincón de la casa. Hija del gran Carlos Ulanovsky y de la
reconocida Marta Merkin, Inés se luce
desde muy jovencita como fotógrafa y se desempeña con mucho éxito y calidad. Es innegable que todos sus trabajos llevan su
marca personal, una impronta que combina el talento y la frescura de lo
inesperado. “Yo cuando saco fotos no
intento nada porque siento que se perdería un poco esa cosa mágica que tiene la
foto. Es medio misterioso lo que pasa con la fotografía. Tiene un elemento
mágico, tiene que ver con la intuición”. Y esto es muy cierto, su discurso
se corresponde con el camino que llevó desde los primeros pasos de su
formación.
- Contame
cómo fue tu formación, qué estudios y trabajos tuviste.
-
Para empezar a hablar de mi formación debería hablar de mis influencias, que es
que mi mamá era fotógrafa, y yo la acompañaba desde muy chiquita. El mundo de la fotografía me gustaba mucho. El
laboratorio blanco y negro y eso que pasaba ahí que era como muy mágico, en
donde aparecían las imágenes de la nada. A los 14 años empecé a estudiar con Andy Goldstein,
hice la carrera de fotoperiodismo de TEA, después estudié Diseño de Imagen y Sonido
en la UBA y en la mitad de la carrera empecé a trabajar en Clarín, en la parte
de fotografía. Estuve 3 años en el departamento
de edición y esa fue una parte muy importante de mi vida. Yo ahí tenía que ver los
rollos de los fotógrafos (a los cuales admiraba) y elegir las fotos para notas.
Trabajaba para suplementos, y también para el cuerpo del diario. Aprendí un
montón del oficio, a ver cómo fotografiaban
los más grandes y aprendí a trabajar con mucho stress y con la necesidad de
cerrar diarios. Fue un gran aprendizaje, no había mucho margen para equivocarse
ni para fallar, ni para preguntarse cómo había que resolver. Fue muy útil trabajar
en equipo con un deadline, con un
cierre, ser parte de una cadena.
Tuve que dejar la carrera ya que trabaja muchísimas horas en el diario al
principio. Fue mi primer trabajo con relación de dependencia y estaba muy
deslumbrada por el mundo profesional. Hice un poco más de la mitad de la
carrera pero lo que me pasaba es que en la facultad veía todo desde la teoría y
en el diario ponía en práctica todas las cosas que aprendía. Pienso que en su
momento le faltaba un poco dirección, era una carrera medio hibrida. Pero de
todas formas el paso por la UBA fue importante. Yo creo que tiene una cosa que
va más allá de la formación estrictamente académica. A mí me sirvió.
- ¿Cómo
era la vida en la casa de los Ulanovsky?
- La
vida cotidiana era linda e interesante. Siempre los veía trabajando muy
apasionados. Me gustaba mucho acompañarlos a los dos a sus trabajos. Cuando
vivimos en México (del ‘77 al ‘83) lo acompañaba mucho a mi papá a su trabajo
en una revista del Instituto Nacional del Consumidor. Y después, cuando volvimos,
él empezó a trabajar en Clarín y me gustaba acompañarlo los domingos, porque trabajaba
los domingos. Me parecía muy divertido ese mundo, tenía esa cosa bohemia, los
veía a los periodistas trabajando con la máquina de escribir, tomando café, me
gustaba, me parecía algo muy interesante.
- ¿Siempre
supiste que querías ser fotógrafa?
- Digamos que sí. Lo que más me gustaba de la fotografía, en realidad, era la imagen del fotógrafo. No tanto me gustaba la idea de sacar
fotos sino más bien el cargar con el
bolso, tener un equipo, el flash, el trípode. No tanto la del periodista, que
es más quieto, más estático. Yo lo veía trabajando a mi papá horas y horas, sentado
en la silla. El trabajo de mi mamá, que tenía que salir todo el tiempo, era cada día distinto y me atraía más.
- De
todas formas demostraste tener interés por la escritura, ya que publicaste un
libro llamado “Algunas madres también se
mueren”, dedicado a tu madre. ¿Cómo fue eso?
-
La escritura fue algo que siempre me costó un montón. Mi papá siempre me decía que yo iba a ser
periodista porque siempre hacía muy buenas preguntas, o interesantes al menos, desde
muy chiquita, que era muy curiosa. Yo
siempre le decía que no. No me salía.
A partir de que murió mi mamá en 2005, tuve una necesidad que fue más grande
que mi propio prejuicio: la de ponerme a escribir sobre esa experiencia tan
dolorosa, tan repentina porque se enfermó de cáncer y murió a los 3 meses.
Entonces escribí este libro, “Algunas
madres también se mueren”, que es como un crónica sobre ese momento y
también es una reflexión sobre el vínculo que tuve con ella y cómo es
convertirse en madre.
Inés habla con mucha naturalidad de la historia y de
su rica trayectoria. Sin embargo, cuando le pregunto por una cosa puntual, una
anécdota tan increíble como espectacular que a continuación me va a
desarrollar, noto que su pasión por la fotografía trasciende el mero gusto y
tiene un valor mayor. Ella sabe que las fotos tienen algo mágico, en el sentido
más literal de la palabra. Y lo sabe, precisamente, por lo que le pasó:
“A los 19 años yo estaba estudiando
fotografía Me daba vergüenza sacar fotos
en la calle, había algo de enfrentar a la gente desconocida que me daba
vergüenza, y por eso empecé a sacar fotos desde la ventana de mi pieza. Nosotros
vivíamos en la esquina de la AMIA el día que explotó la bomba. Estábamos todos
en casa y por suerte no nos pasó nada, pero la casa se destruyó. Cada uno
estaba en un lugar protegido de casualidad. Al ratito de la explosión, tuve la necesidad
de sacar fotos. Saqué fotos a mi habitación, recuerdo la sensación no poder
poner el rollo en la cámara, de estar temblando de miedo, tardaba bastante en
resolver esto. Hice algunas fotos de mi pieza que estaba completamente llena de
vidrios, tenía un pez en una pecera que había estallado en pedazos. Fue como
una escena de película, tremenda. La
sensación era de tal sorpresa y fue una especie de necesidad la de registrar
todo eso que era muy raro. Con mi mamá decíamos: ¡Saquemos fotos de esto que no
se puede creer! Yo bajé y empecé a ver cosas muy feas, heridos, gente llorando.
Era el 18 de julio y hacía mucho frío, y nosotros con todas las ventanas rotas.
Escuchábamos sirenas. Ahí saqué algunas fotos desde mi ventana. Cada año, cada aniversario hacían ahí un
acto en conmemoración y yo seguí sacando fotos pero como una especie de
registro personal del cambio de rutina que sufría el barrio.
Dentro de esas fotos, yo saqué una de un fotógrafo en el edificio de en frente
en julio de 1997.
En 2003 yo me compré un scanner de negativos y me empezó a dar curiosidad qué
había sacado antes. Empiezo a ver uno por uno mis sobres con archivos. Uno de
ellos decía” AMIA 1997”. Como mi trabajo en Clarín consistía en ver negativos,
yo ya tenía el ojo muy entrenado. Tenia una lupa, lo miré contra la ventana y
me pareció que lo conocía. El primer fotograma era un grupo de gente en la
terraza del edifico de enfrente, en el segundo fotograma se ve a un fotógrafo
desde bastante lejos sacando una foto, y en el tercero está el mismo fotógrafo
pero más de cerca (se ve que había agarrado el teleobjetivo). Cuando lo veo me
parece reconocer al fotógrafo y cuando lo escaneo efectivamente descubro que
era mi marido el de la foto. Mi marido es Diego Levy, fotógrafo también, a quien conocí 8 meses después en Clarín.
Cuando descubro esa situación no lo podía creer. Él volvió a casa ese día y me
dijo que sí, que efectivamente había estado ahí.”
A quien no se le erice la piel con esta anécdota, le
recomiendo que se haga ver por un psicoanalista con urgencia. Estremece el poder
las sincronicidades, el mal llamado “destino”, y supongo que lo que más nos
maravilla aún es la ingenuidad con la cual vamos por la vida antes de saber que
estas cosas están por pasarnos. Lo que demuestra que lo que nos sucede, es
totalmente impredecible, que somos los simples títeres de nuestra propia existencia.
Y esta bellísima casualidad disparó en Inés el deseo de difundir estos pequeños
milagros.
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La famosa foto |
- ¿Cuál
fue tu reacción al darte cuenta de que habías fotografiado a tu marido antes de
siquiera conocerlo?
- Fue mucha la sorpresa y la emoción. Algo realmente
increíble me había sucedido. A partir de eso decidí hacer una convocatoria para
este tipo de historias, me pareció que debía haber un montón que merecían ser
contadas así que abrí una página de Facebook (Facebook: historiasdefotos) para que la gente me las comparta.
Y tuve muchísima respuesta, la gente se
entusiasmó con la iniciativa. Me gustaría hacer un libro y compilarlas todas.
-
Y ¿qué considerás que tiene que tener una buena foto?
-
Cuando a mí me gustan, es porque son fotos que me atraviesan y que no sé por
qué me conmueven y me impresionan. Me impactan, me dicen algo, me intrigan. Es
completamente subjetivo. Busco cosas
específicas. A veces mi hijo de 7, o mi hija de 4, sacan fotos con el celular y
las veo y pienso: ¡qué fotones!, porque
lo que están haciendo es registrar algo que a ellos les interesa y a veces
descubro en esa mirada algo muy interesante. No soy tan fan de la perfección de
la técnica y de la luz, cuando las fotografías están demasiado pensadas o
planificadas me aburren.
- Por
último, foto(s) que sea(n) significativa(s)
para vos, que te hayan marcado:
- Hay
una foto que me sacó mi mamá cuando yo tenía 3 o 4 años que lo que se ve es que estoy a contraluz contra una ventana. La
sensación que da es de mucho peligro, como si yo me estuviera por tirar o caer.
Lo que me pasó con esa foto es que siempre me pareció que yo estaba sola. Fue
una de las primeras fotos que desde muy chica me trasmitió sensaciones intensas.
Después hay otra que es muy linda que nos
sacó un amigo de mi mamá. Estamos las dos juntas y es maravillosa porque estamos
exactamente iguales.
Concluyo esta amena charla con una mujer que
realmente demuestra ser una verdadera apasionada por su trabajo, y pienso que
la pasión es un elemento esencial para el desarrollo de nuestras actividades.
Sin ella todo se desmorona, todo es ficción. Quizás esta forma de encarar la
profesión se le atribuya al ejemplo de
su madre, quien evidentemente ha sido y sigue siendo de una importancia crucial
en la vida de Inés.
Dicen que la infancia es el momento más importante en la vida de un ser humano.
Que de chicos somos esponjas y todo nos
afecta, todo lo que nos rodea abona a la construcción del adulto que en el
futuro seremos. Esos acontecimientos serán los primeros fotogramas en el rollo
de nuestra personalidad. Y realmente resulta grato evidenciar en Inés, la
presencia intacta, al día de hoy, de esa nena que miraba con admiración a su
mamá a través del visor de una máquina fotográfica.