sábado, 18 de octubre de 2014

Inventemos un espacio, cómodo, agradable, al que nos guste llegar. Visualicémoslo como un cuarto pequeño en el que sólo cabe una persona con absoluta comodidad. Una habitación que no goce de lujos más que aquellos que reconfortan el espíritu, los que le hacen caricias, lo miman, lo acompañan y ayudan. Este lugar tiene paredes blancas y en ellas hay fotos colgadas con todos esos momentos felices que nos dio la amistad, el amor, la entrega y la ternura. Hay sonrisas. Genuinas todas, que no hacen otra cosa que traslucir belleza. Ahuyentan el temor, lo hacen desaparecer y lo debilitan. En el suelo hay una alfombra de plumas. Suave, que hace cosquillas en nuestros pies descalzos. 

No necesitamos más que esto, un lugar chiquito pero luminoso, con nuestros discos preferidos al alcance, disponibles para experimentar los placeres más hermosos que evoca la música.
En este lugar hay un inmenso deseo de vivir. Allí la vida no es posible pero sí es un espacio de reflexión para la misma. Para salir a enfrentarla con más valor, conciencia y deseo. Con mayor bondad e inteligencia, sin exigirse la perfección. En este rincón se cultivan tanto la paciencia, como la compasión y la tolerancia. A su vez se afianzan las propias convicciones y la duda es simplemente una herramienta que nutre la cosmovisión de uno sin hacerla tambalear. 
Es un lugar que nos protege del afuera cuando se torna insoportable y también para cuando el yo pierde el eje y necesita relativizar lo que le ocurre.



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