sábado, 29 de junio de 2013

Libro de (Juan) Manuel

              Tengo un amigo que se llama Juan Manuel. Lo conocí el año pasado, en la facultad. Menos de un año es un tiempo relativamente corto para conocer a una persona, lo sé, pero sin embargo nuestro vínculo surgió muy repentinamente hasta llegar a lo que es hoy: una gran amistad. Y es que en general suele pasar eso, las grandes hermandades comienzan de golpe, como si nada, sin que uno se lo plantee mucho, y se desarrollan tan vertiginosamente que nadie se da cuenta.

Juntos compartimos muchos momentos memorables.
Meriendas en la Plaza de los dos Congresos, juntadas a estudiar hasta la madrugada en mi casa, con la luz cortada y un calor abrasador en pleno noviembre. También ha sido un gran compañero en actividades solidarias: asistimos juntos al acto que se hizo en la estación de tren a un año de la tragedia de Once y fuimos a la Catedral Metropolitana para donar y ayudar a organizar todo lo que se enviaba para los inundados de La Plata. Un amigo que me ha bancado muchísimo en este último tiempo, una persona de un aguante incondicional, a la cual le estoy muy agradecida.

Me decidí a escribir sobre él porque ayer tuvimos un día distinto. El jueves a la noche, volví a mi casa y me encontré con un mensaje de mi amigo que me sugería ir a un evento que se hacía en homenaje a Julio Cortázar. Este tenía lugar en una biblioteca en ese barrio que tanto me gusta, el punto indefinido entre Almagro/Abasto/Villa Crespo. Con motivo del aniversario número 50 de Rayuela, los administradores de esta biblioteca barrial de la calle Lavalleja, organizaron una serie de actividades para conmemorar la primera edición de esta paradigmática obra. Ante todo, tengo que aclarar que no leí Rayuela. Es uno de mis grandes pecados como lectora y como ser humano (tampoco vi el Padrino II, ni la III). En fin.

Nos encontramos a las 7 de la tarde de ese día entre húmedo y frío de junio. Una etapa del año que particularmente detesto, porque este tipo de clima tiende a recluirme en mi casa, sin ganas de salir ni de ver a nadie. El lugar estaba atestado de personas, en su mayoría, viejos. Había una propuesta interesante, que consistía en llevar un libro del cual uno quisiera desprenderse, para tomar otro que haya llevado alguien con la misma intención, formando así, una interminable cadena de favores literaria. Se ve que llegamos medio tarde, o sobre la hora, porque ninguno de los que quedaba nos resultó interesante. Yo había llevado "Ficciones" de Borges, porque tengo dos ediciones iguales en casa, pero me parecía demasiado bueno como para dejarlo y llevarme una obra de teatro llamada "El debut de la piba". Quizás se trataba de una obra maestra, puede ser, pero de todas formas, no quise arriesgarme.

Como bien dije antes, la sala principal de esta biblioteca estaba repleta de gente. Nos chocábamos, nos empujábamos entre todos. No había comodidad para desplazarse. Las personas mayores que poblaban este recinto se encontraban particularmente fastidiosas, y nos miraban a nosotros, representantes de la juventud, con cierto recelo, imputándonos que nos habíamos colado en una fila inexistente. Finalmente, ingresamos a un auditorio que no estaba preparado para recibir a tanta gente, seríamos unas 300 personas aproximadamente, y todos los ancianos habían acaparado las sillas, como debe ser. Juan Manuel estaba entusiasmado porque en la entrada nos habían dado un número a cada uno para que participáramos en un sorteo. "78 A" era el mío. Los premios eran las obras completas de Julio, cinco ejemplares de Rayuela, y un desayuno en un café llamado "Bonjour Paris". Mi amigo me dijo al entrar: "es fija que me lo gano yo".

La primera parte del evento consistió en escuchar a un grupo de músicos de jazz que tocaban mientras un señor, un escritor y clarinetista principiante, leía capítulos especialmente escogidos de Rayuela. Quizás el hombre no brilló por ser un gran narrador, pero de todas formas fue un momento agradable. La música era amena aunque costaba disfrutarla en un entorno tan incómodo: poco espacio, todos parados y yo con un incipiente dolor de cintura. ¿Quién es la vieja ahora?

Luego del espectáculo musical, decidimos sentarnos en el piso y resignamos verle las caras a las escritoras que estaban en una suerte de panel de discusión sobre la obra de Cortázar en su conjunto. El salón se fue desagotando a medida que la conferencia empezó. En un momento, justo al lado nuestro, llegó una muy bella mujer, de unos 50 años, rubia de ojos claros, alta, de muy fino porte. De esas lindas, que conservan su elegancia en la adultez. Juan Manuel me dijo que se trataba de una escritora, que casualmente había sido invitada una vez a nuestra querida facultad, allá por el primer año de la carrera, cuando cursábamos la materia Taller de Expresión I, un taller de escritura. Por ese entonces, mi compañero y yo no nos conocíamos, y como supe cursar esa misma materia en otra cátedra, me perdí de esa charla.

La conversación entre las escritoras sobre el escenario tuvo sus altibajos. Una de ellas, quien posee el honor de haber conocido y tratado a Cortázar en persona, contó una anécdota sobre sus últimos meses de vida, en la cual el autor le reveló un sueño recurrente que se le presentaba. En el sueño, Julio alcanzaba el objetivo más deseado de toda su vida: había logrado poder expresar, en una última novela, todo aquello que siempre había querido decir. La particularidad de esta hazaña, residía en que cuando el editor le entregaba el libro a Cortázar, este estaba escrito con formas geométricas. Esta mujer, amiga del autor, desprendía de este hecho un análisis del sueño e interpretaba que su significado, era la frustración del artista ante la inefabilidad y ante esa dificultad que tiene toda obra de arte de trascender lo esencialmente terrenal para que se convierta en algo totalizador, que explique la existencia misma. Todo esto fue un disparador para una charla futura que tuvimos con Juan Manuel, en la cual yo le expresé mi desacuerdo con esta premisa. Para mí sí hay obras de arte que trascienden al hombre, que nos elevan a un nivel de sensibilidad en la percepción y nos tocan verdaderamente el alma.
Sin ir más lejos, he aquí la prueba:  



Tras un fuerte aplauso del auditorio, el panel compuesto por estas mujeres llegó a su fin. Pero faltaba algo. El sorteo. En primer lugar, se subastó el desayuno gratuito, que no escuchamos quién fue el ganador (el cansancio físico de estar allí perturbaba nuestra atención a esta altura). Ya de pie, de brazos cruzados, cargando con mi piloto de lluvia, miré a Juan quien no sacaba los ojos de su numerito de talonario. La mano de una de las mujeres en el escenario hurgó en la bolsa de plástico que contenía todos los papelitos y sacó uno. "77 A". Como no podía ser de otra manera, este era el número de mi amigo. Se había ganado una bellísima edición de Rayuela de la editorial Alfaguara. La sorpresa fue total, por más que él en todo momento sostuvo que este sería su día de suerte y que había ido para ganárselo. En este trajín de emociones, de premoniciones corrobordas, Juan Manuel subió al escenario y recibió su premio. Le tomaron una foto y mostró el nuevo tesoro adquirido ante todo el auditorio. Nosotros aplaudimos, y el ritmo del sorteo siguió su curso hasta que se entregaron todos los libros que quedaban por regalar.

La escritora que todo este tiempo siguió a nuestro lado, Inés Garland, felicitó a Juan y le dijo: "viste, vos que estabas tan seguro de que ibas a ganar!". Ante este comentario mi amigo tuvo un lindo gesto con la mujer, le contó que la recordaba de aquella charla que dio en la Facultas de Sociales de la UBA, y le pidió si le podía autografiar su nuevo y reluciente ejemplar de Rayuela. Con un poco de reticencia, ya que no se creía legitimada para escribir su firma en una obra de Cortázar, la mujer aceptó, y dejó una dedicatoria bellísima en el libro de mi amigo. Ella estaba acompañada de un señor mayor que nos despidió a ambos con mucha amabilidad y le dijo a Juan: ¡Auguri! Nos causó gracia y ternura a la vez.

Abandonamos la biblioteca barrial absortos por lo que había sucedido. Maravillados de que se haya producido la coincidencia, de esas que ocurren con poca asiduidad. Hubiera sido una mayor casualidad todavía, que la obra de Cortázar que Juan se ganó, hubiese sido, precisamente, "Libro de Manuel", pero no. Era Rayuela. Y yo creo que ahora, la historia que se trazó entre esta novela y mi amigo, es totalmente distinta. Esta estuvo signada desde el comienzo por una certeza y por un destino de que tenía que ser así, que él tenía que ganársela.  Son estas pequeñas cosas, estos pequeños guiños, esos encuentros en carne propia con el arte, los más reveladores, los que nos tocan el alma nuevamente, y le dan sentido a la vida.


No hay comentarios:

Publicar un comentario