jueves, 13 de junio de 2013

Los trenes se mueren por descarrilar

Estación Bolívar de la línea E. Estoy en el subte. Me dirijo hacia la facultad y me pongo a escribir en esta hoja de cuaderno que luego pasaré en limpio, corregiré y digitalizaré para transformar estas palabras en una nueva entrada de blog. Me nace escribir en este momento, después de haber salido de casa habiéndome enterado de que nuevamente chocó un tren de la línea Sarmiento y murieron tres personas, más decenas de heridos.

Cuando me paré de la cama para ver la temperatura, prendí la tele y entre sueños me sobresaltó la noticia. "¡NO!", grité. No lo puedo creer. Me indigna, me hace mal. No entiendo.
Por eso decido escribir en este lugar,el subte, que es un escenario similar (pero no igual) al de aquellas personas que esta mañana se vieron atrapadas entre el susto del choque y los fierros violentos de los vagones. Pero mi situación es totalmente distinta, yo nunca necesito tomarme el tren.

Tengo la suerte de vivir en un barrio céntrico que me proporciona muchas alternativas para transportarme a realizar mis actividades cotidianas. Si no quiero ir en un subte atestado de gente, camino 5 cuadras y me tomo un colectivo. Si ese colectivo que no es muy frecuente tarda, camino 4 más y tengo otros dos que me arriman al barrio de Constitución en donde está mi facultad. Y si no, también tengo otro subte que viene mucho menos cargado de personas y en el cual, digamos, se puede viajar bien en hora pico. Entonces, ante mi holgada situación, pienso: qué suerte tengo que no lidio con la muerte todas las mañanas. O quizás sí me enfrento a ella como cualquier mortal, porque uno nunca sabe cuándo le llegará su momento, pero digamos que me encuentro en un sector privilegiado y menos expuesta a los peligros, a diferencia de aquellos que tienen una sola opción para llegar a sus respectivos trabajos/escuelas/universidades.

De todas maneras, ¿qué me importa si no me pasa a mí o a los míos, si esto me toca de lejos? ¿Qué sentido tiene la vida si nos afecta tan poco que pasen estas cosas todos los días, que nos acostumbremos, que naturalicemos hasta las más tremendas aberraciones?

Ante la frustración y la impotencia que generan estos acontecimientos, suele decirse que a nadie le importa que vuelvan a repetirse estas tragedias causadas por la desidia del Estado. Yo no creo que a nadie le importe. Considero que son (somos) muchos los que deseamos que se pueda de una vez por todas aprender de las malas experiencias, de que lo malo nos haga crecer y valorar la vida, nos permita poder prever un poco más las cosas, cuidarnos y vivir mejor. A varios les quema por dentro esta imperiosa necesidad de que las miles de vidas que se pierden, no sean en vano. Definitivamente, son muchas personas a las cuales les importa que estos sucesos no se repitan. Pero son pobres. Pobres de poder y de recursos. Y en cambio a quienes tienen en sus manos la posibilidad de hacer algo para cambiar significativamente, a ésos, estoy convencida de que nos les importa. No les importa nada. No les importa que después de la masacre del 22 de febrero de 2012, después de que 51 personas perdieron la vida por una sucesión de larga data de actos de negligencia y corrupción, después de todo ese dolor innecesario e injustificado, después de eso, no pasó nada. Y no estoy siendo cínica. El hecho de que no se volviera a repetir no ha sido, evidentemente, una prioridad en lo absoluto.

Que hoy haya chocado nuevamente una formación del Ferrocarril Sarmiento después de 16 meses de una de las tragedias más nefastas de los últimos tiempos, comprueba lo dicho:  quienes realmente se interesan porque esto no vuelva ocurrir, no pueden hacer nada. En cambio, los que tienen la capacidad de transformar la realidad para mejor, no creyeron urgente garantizar un buen servicio de transporte público (trabajo que, por otra parte, no se realiza de la noche a la mañana, lleva una labor de años y muchísima inversión económica).

Es así como se espera que el efecto pase, que la gente se olvide y de a poco nos vamos acostumbrando a que las desgracias evitables sigan sucediendo, se repitan, y esto, lejos de contribuir a una toma de conciencia perdurable en el tiempo, abona a un conformismo sedentario, facilista y mediocre que nos atrofia los sentidos. Un escenario en el que los hechos que le pasan a otros seres humanos nos pasan por al lado pero no nos atraviesan.

Yo no quiero acostumbrarme nunca a que esto se repita año tras año. No quiero aceptar que el transporte público sea una verdadera máquina de muerte. No tiene por qué ser así, es algo que necesariamente debe cambiar y no tiene justificación alguna. Me rehúso a aceptar que el respeto por la vida no sea el primer ítem en la agenda de nuestros políticos, con que pase una vez nos basta y nos sobra para asustarnos lo suficiente y trabajar duro todos los días para que realmente no vuelva a ocurrir. No quiero que lo naturalicemos, que nos de lo mismo. No tiene que ser así, esto tiene que cambiar.

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